Dicotomías ideológicas y oportunismo político

Por: Claudia Escobar García (*)
El peso de las etiquetas
Expresiones del tipo “liberal” y “conservador”, “izquierda” y “derecha” o “socialismo” y “capitalismo” se han convertido en poderosas categorías que están presentes, en general, en todo el debate público. Parecen marcar el tono y el contenido de las conversaciones en la academia, las redes sociales, los medios de comunicación, los espacios de deliberación y decisión en el Congreso de la República y las instancias gubernamentales, e incluso en los distintos escenarios de la vida social y familiar.
Temáticas tan disímiles como las relaciones entre Colombia e Israel o Venezuela, el aborto, los subsidios estatales a los créditos otorgados por el Icetex, la extensión de la jornada nocturna en la reforma laboral o el uso de combustibles fósiles, por ejemplo, han estado permeadas por estos conceptos. Y no solo están presentes en todo momento y lugar, sino que, además, parecen resultar esenciales y determinantes en los procesos de deliberación y decisión, así como para someter a juicio a las personas, las ideas, los programas y las acciones. Es tal su relevancia, que hoy se suele apelar a las expresiones superlativas de “extrema derecha” y “extrema izquierda”, para potenciar aún más su importancia.
Un examen detallado y desapasionado indica que, quizás, hoy en día se trata de falsas dicotomías o, al menos, que su valor es mucho más marginal de lo que solemos suponer.
Problemas reales que trascienden banderas
Primero, gran parte de los problemas reales y concretos que importan a las personas no están marcados y determinados por estos idearios. La iniciativa de disponer el uso obligatorio de tapabocas o el confinamiento de la población durante la pandemia del covid no deriva de un mandato de la izquierda o de la derecha, aunque muchos de quienes se autoproclaman “progresistas” hayan sido más proclives a defender estas medidas de intervención que sus “opositores ideológicos”.
Los problemas que de verdad le importan a la gente no se deciden por “izquierda” o “derecha”. Ni el tapabocas ni el confinamiento durante la pandemia respondieron a un mandato ideológico —aunque algunos “progresistas” fueron más proclives a defender esas medidas que sus opositores.
La preferencia por un metro subterráneo o por uno elevado para la ciudad de Bogotá no depende de la afinidad con las ideas liberales o conservadoras, aunque Petro se oponga a este último con furia y frenesí. La necesidad de contar con un sistema de salud eficiente, solidario y sostenible es una aspiración colectiva que trasciende cualquier debate sobre las afinidades ideológicas.
La decisión de realizar o no los Juegos Panamericanos 2027 en la ciudad de Barranquilla no depende en modo alguno de la adscripción a unas ideas de la izquierda o la derecha.
Tampoco la necesidad de combatir la minería ilegal para evitar la contaminación de los ríos. De modo que ninguna de las dos llamadas “ideologías” marca el camino para enfrentar los grandes problemas y retos de nuestros tiempos.
Valores compartidos, medios distintos
Segundo, tampoco es claro que cada una de estas vertientes responda necesariamente a una serie clara y determinada de principios y valores, que no se acoja desde la otra orilla. Se suele afirmar, por ejemplo, que posturas liberales defienden con mayor vehemencia la libertad, la igualdad y el mayor reconocimiento posible de los derechos, mientras que el conservadurismo daría mayor prelación a las nociones de autoridad, jerarquía, orden y deber.
Sin embargo, no se trata tanto de una divergencia en el sistema de valores y principios, como de diferencias en la forma de entender y de buscar la consecución de estos objetivos comunes. Unos y otros suelen perseguir los mismos fines, y las discrepancias radican más en los mecanismos y en las vías para su realización.
Frente a los procesos de negociación con grupos al margen de la ley que se han surtido en el país, por ejemplo, no es que sus defensores, más afines con corrientes progresistas, deseen la paz, y que en cambio sus detractores conservadores busquen la guerra, sino que estos últimos consideran que, siendo la paz un objetivo loable e imperioso, la vía de la negociación carece de la aptitud para su materialización real y efectiva, y entonces plantean vías alternativas.
Frente al aborto, por ejemplo, no es que una vertiente sea “pro-derechos” y otra “anti-derechos”, sino que una otorga prelación a unos derechos de algunos sujetos —como la autodeterminación de la mujer—, mientras que para la otra prevalecen otros derechos de otros sujetos —como la vida del que está por nacer—, o, simplemente, que tienen un entendimiento distinto de la dignidad, de la autonomía y de la libertad de las mujeres.
Y es que, propiamente hablando, no existe un catálogo rígido de verdades a uno y otro lado del espectro. Nadie está obligado a acoger acríticamente y en bloque uno u otro sistema de dogmas. Podría suceder que, en cierto aspecto, una persona se sienta más afín con apuestas tradicionalmente adscritas a lo que se considera de “derecha”, y que, sin embargo, en otros ámbitos se adscriba a “verdades” del espectro contrario.
Una persona puede estar en desacuerdo con los procesos de negociación y con los beneficios otorgados a estructuras criminales, al mismo tiempo que puede defender con vehemencia causas ambientalistas o las apuestas del animalismo. Se puede reconocer el derecho a disponer de la propia vida a través de figuras como el suicidio asistido o la eutanasia voluntaria, y simultáneamente oponerse a la liberalización del aborto. Y en ninguno de estos casos existe una contradicción.
Etiquetas como arma retórica
Todo lo anterior indica que estos códigos lingüísticos carecen de esos poderosos y sublimes contenidos sustantivos que solemos suponer. No funcionan tanto como auténticos sistemas complejos de pensamiento asociados a los más altos valores y principios, como suele asumirse, sino como etiquetas relativamente vacías, pero con la capacidad para despertar y movilizar emociones, y para servir como instrumento de persuasión y de descalificación de las posturas ajenas y de otros grupos de interés.
Más que ideologías asociadas a valores y principios de alto nivel, se trata de fórmulas lingüísticas que exacerban las pasiones, el fanatismo, el fundamentalismo y la irracionalidad, y que terminan convirtiéndose en el camino fácil para reclutar masas y mantenerlas fieles y funcionales a objetivos que nada tienen que ver con la realización de excelsos valores superiores, sino con la acumulación de dinero y poder.
No es casual el asesinato de Charlie Kirk, cuya muerte ha sido justificada, e incluso celebrada con regocijo, por su vinculación a ideas calificadas de derecha.
Paradojas que dejan de serlo
Cuando comprendemos la verdadera naturaleza de estas etiquetas, desaparece lo que de otro modo sería paradójico. Por ejemplo, que quien ha sido calificado como el mayor exponente de la llamada “derecha” o de la “extrema derecha”, el expresidente Álvaro Uribe, haya liderado la estructuración e implementación de los más importantes programas de entrega de subsidios a poblaciones vulnerables, como Familias en Acción o Colombia Mayor; y que, en contraste, durante el gobierno del presidente Gustavo Petro se haya suspendido la ejecución de diferentes programas de entrega de subsidios, como los de Mi Casa Ya, o los asociados al otorgamiento de créditos educativos a través del Icetex.
O, por ejemplo, que la cuenta de X de Petro se encuentre cargada de alusiones descalificatorias a “la derecha” y a la “extrema derecha”, o al ocioso y pernicioso capitalismo, o a la odiosa oligarquía, al mismo tiempo que sus patrones de vida y sus decisiones en su vida pública y privada encarnan y hacen eco de todo aquello que en la retórica suele despreciar y rechazar. O que los grandes enemigos ideológicos en la plaza pública sean al mismo tiempo cómplices, aliados y camaradas que negocian y tranzan en la oscuridad de la noche, por debajo de la mesa. Nada de esto es sorprendente.
Por una revolución categorial
Se trata, en definitiva, de conceptos no solo caducos, degradados y sin la aptitud para canalizar un debate público serio y profundo, sino, también, y sobre todo, manifiestamente nocivos. Si queremos mantener las dicotomías, deberíamos reconocer que lo relevante no es que una persona o un gobierno sea de derecha o de izquierda. Mucho más importante que eso es ser inteligente o torpe, honesto o deshonesto, sincero o embustero, profundo o superficial, brillante o mediocre.
Y mucho más importante que un político o un gobierno sea progresista o no progresista, es que sus programas y decisiones sean funcionales a las nociones de sostenibilidad, eficiencia, equidad o justicia distributiva, acompañadas de criterios y metodologías sólidas y claras de medición. Urge entonces una “revolución categorial”.
(*) Estudió Derecho y Filosofía y una maestría en Derecho Constitucional; ex magistrada auxiliar de la Corte Constitucional por 10 años; interesada en temáticas nacionales e internacionales relacionadas con justicia y derechos humanos, con enfoque crítico, analítico e investigativo.
Que brillante artículo más brillante y bien escrito!