En estos tiempos convulsos, nos encontramos ante una situación paradójica: un gobierno que, en vez de abordar las problemáticas nacionales con cautela y paso firme, parece decidido a implantar una serie de transformaciones profundas en un país evidentemente dividido. Resulta incomprensible la razón detrás de esta prisa por cambiarlo todo de golpe, más aún cuando muchas de estas medidas fueron, en su momento, promesas de campaña que se aseguraron no llevar a cabo.
Es difícil no preguntarse si esta administración está adoptando una actitud kamikaze, al intentar que la izquierda asuma la titánica tarea de reformar sectores clave como la salud, las pensiones y la educación simultáneamente. Tal vez, en algún manual de estrategia política, exista un capítulo sobre cómo desgastar al enemigo con su propia bandera, pero aquí, el resultado parece ser un caos administrativo que podría llevar al colapso de nuestras instituciones.
Las instituciones, esas que deberían ser la columna vertebral de nuestro país, están enfrentando una combinación letal: por un lado, la tecnocracia que defiende el status quo y, por el otro, un activismo carente de propuestas concretas que garanticen la sostenibilidad de las políticas adoptadas. No sorprende entonces que la inestabilidad política sea el pan de cada día, amenazando el futuro de la nación.
Es especialmente desconcertante observar la ausencia de un esfuerzo genuino por parte del gobierno para construir una narrativa que promueva la identidad nacional y fomente la paz. En lugar de ello, las confrontaciones y la guerra mediática dominan el discurso oficial. Tal vez sea una estrategia novedosa de comunicación, pero los resultados dejan mucho que desear: un gobierno desgastado y logros que parecen depender más de su posición en la geopolítica mundial que de una verdadera voluntad de construir un país unido y próspero.
Es imperativo reflexionar sobre la dirección que estamos tomando. Las transformaciones profundas requieren no solo de buenas intenciones, sino de una ejecución que considere la realidad del país, sus divisiones y la necesidad de un avance gradual y firme. La prisa, en este caso, es la peor consejera.