Por John D. Hernández Rey* (@johndhernandezr)
La historia republicana de Colombia, que inicia luego de la independencia de los europeos, se puede resumir como una gran serie de intentos de realizar cambios profundos para cada momento histórico en materia de política, economía y derechos, que seguramente cada quien acorde a sus ideas sobre la sociedad, considerará han tenido mayor o menor grado de éxito. A mi juicio, el éxito ha sido modesto y los cambios más bien cosméticos, cuando no mínimos o muy específicamente localizados, de tal forma que no pongan en riesgo a los sectores sociales tradicionalmente privilegiados por el orden social existente en nuestro país, si es que el término orden aplica. Lo que es evidente en todo caso, es que esos intentos han sido atacados con saña, violencia y sin contemplaciones de ningún tipo por esos sectores; sea en su forma legal, como grandes privados que manejan las leyes y el Estado a su antojo, o en versiones menos sofisticadas de la misma voracidad, como las del narcotráfico y los grandes dueños de tierras, que recurren al asesinato, la masacre y el horror.
Desde la conformación de nuestra nación, recién nacido siglo XIX, de la mano de Bolívar en adelante, cada intento de reconfigurarla u orientarla hacia versiones más justas de sí misma ha terminado en sangre y en un retroceso hacia formas usualmente planteadas como los breves respiros de paz que han tenido los colombianos. Esta paz, sin embargo, se ha dado a costa de renunciar a buena parte, cuando no a la totalidad de las aspiraciones de los colombianos en materia de justicia y libertad, de su derecho a la tierra, a la salud, a la educación, y en definitiva a una vida con las garantías mínimas para ser considerada digna. Así ocurrió luego de la Guerra de los Mil Días, igual pasó con el Frente Nacional y en este momento vuelve a cernirse dicha posibilidad sobre las esperanzas o como prefiero decir, tomando de Agamben, sobre el coraje de la desesperanza que motiva a los colombianos a apostar y luchar una vez más por esas aspiraciones.
En su más reciente versión, el que hasta entonces parecía interminable conflicto colombiano, adoptó una guerra de características casi narcofeudales, tal y como se planteó desde los sectores privilegiados y su mencionada voracidad. Las guerrillas y esos sectores alcanzaron niveles de deshumanización quizá no vistos más que en la violencia bipartidista, aun así, más aterradores por sus formas nuevas, que incluían entre su arsenal la ya simbólica motosierra y los peores vejámenes registrados en nuestro territorio. Esto pareció encontrar, tan discutible como pueda ser, su punto máximo en los periodos de Betancur, Barco, Gaviria y Samper. El mismo narcotráfico que masacraba y corrompía las instituciones, daba cátedra de moral sobre el peligro de las guerrillas marxistas o no del país y las ideas que pudieran serles siquiera tolerantes. Hubo puntos en el tiempo en que se sentaron a negociar, hubo desmovilizaciones y hubo exterminios, como los de la UP o los de miembros de movimientos como el M-19. La desconfianza producto de esos hechos, los beneficios de la guerra y probablemente que la conocieran mejor que la paz, llevó a incidentes como los del gobierno de Pastrana, que básicamente fue una pausa para el fortalecimiento de ambos bandos, tanto armamentística como estratégicamente, bajo el pretexto de un acuerdo que nunca llegó.
Entonces entra en escena alguien que, si bien seguía inmerso en las aguas, en la lógica de las élites y sus privilegios, nadaba en ellas de otra manera. Álvaro Uribe Vélez, hacendado, líder político emergente y promisorio empresario, terminaría siendo unos años después el presidente de la República de Colombia. Sus credenciales lo mostraban como alguien con un pie en cada uno de los tres sectores de poder legales del país y si, como señalan las investigaciones en su contra, los testigos y otros indicios, se demuestra definitivamente que tiene nexos con narcotraficantes y paramilitares y ha participado o sabido de sus crímenes, también en los dos grandes sectores de poder ilegal colombiano. El entonces candidato proponía mano dura con la guerrilla, pese a que luego las estadísticas y en recientes días la JEP, nos mostrarían que los resultados fueron más bien bajas de civiles. El discurso carismático y populista, esa especie de dictadura mediática o protodictadura si quieren ser amables con el expresidente, no tenía antecedentes similares en la derecha colombiana. Lo más cercano a un liderazgo así fue Gaitán, líder de izquierdas liberales, quien fue asesinado, lo que dio inicio a otra oleada de violencia y a nuevas renuncias a cambios que mejoraran la calidad de vida de los colombianos, siempre en favor de una paz que consistía en volver a lo mismo de antes, obviamente reteniendo el siguiente estallido social apenas por unos años más.
Esta nueva figura que era Uribe Vélez no había encontrado un contendor, alguien que se comunicara con las masas de la misma manera. Las élites políticas, los liberales y conservadores, adormilados, drogados, complacidos y seducidos por las mieles de la corrupción y las donaciones del narcotráfico, se habían conformado y por ello también perdido la capacidad de convocar de esa manera, de revitalizar el ejercicio político. Se limitaron a hacerse a un lado en unos pocos casos, cuando no a aliarse de manera oportunista con quien seguramente pensaron, sería un mal menor y temporal que les impulsaría nuevamente. En cuanto a los demás sectores, sus dos periodos las voces críticas fueron invisibilizadas por el relato del gobierno replicado por los medios, cuando no inmisericordemente silenciadas mediante la intimidación, la estigmatización y el asesinato, mientras llovían cada vez más sospechas de corrupción y otras violaciones a derechos básicos. En el siguiente gobierno llegaría un proceso de paz con las FARC, ahora partido político. Juan Manuel Santos, un miembro de las élites que han gobernado desde siempre, fiel representante de su experticia y también de su sosera, se aventuró a dar el paso, quizá haciendo una lectura inteligente del momento histórico, en medio de otras razones que tenían que ver con los objetivos de esas élites.
Con poco cariño de las clases menos favorecidas de su lado, Santos propuso un acuerdo digno de su línea neoliberal, al cual fue modificando usando inteligentemente a favor de sus intereses y los de su clase los reparos del uribismo al proceso de paz. Así terminamos con un documento final que dejaba a las guerrillas mal paradas en lo político, en especial por una población que guarda recelos producto de sus actos, pero también de décadas de propaganda tanto de los sectores aliados a Uribe, como de los canales y medios privados. El pueblo no vio hacer realidad sino unas migajas de justicia social, mientras el acuerdo protegía en general los intereses de los mismos grupos de siempre. Sin embargo, algunos de sus puntos permitieron que se escucharan más a las voces alternativas, a la vez que aumentaron el déficit político del uribismo y sus afines. A esto debemos sumar que la distracción mediática que brindaban las guerrillas, ya no estaba ahí para ser usada como cortina para la corrupción e injusticia que imperaban en el país. Allí surge para las mayorías la figura de Gustavo Petro, uno de los detractores más tenaces de ambos gobiernos, quien era conocido y respetado por quienes tenían posturas críticas frente a ellos.
Al aumentar la aceptación de Petro por las mayorías, empezaron a saltar fuerzas anteriormente dormidas o por lo menos previamente más tímidas en lo que algunos denominaban izquierda y otros movimientos alternativos. Así aparece de manera concreta y también visible para las mayorías el llamado centro, que ya había tenido expresiones en gobiernos como los de Mockus o Peñalosa en Bogotá, Fajardo en Antioquia, entre otros. Una vez adquirida esa visibilidad, se propone como otra posible alternativa, otro posible futuro para los colombianos y otro vehículo de sus esperanzas o de su coraje, sus aspiraciones y luchas. Se presenta además con un lenguaje progresista o se adjudica tal título. El problema es que lo que el centro anhela es el retorno a una supuesta normalidad, tal como pasó en cada uno de los episodios históricos mencionados arriba. Aspira no a profundizar los cambios que los acuerdos de paz actuales podrían permitir, sino a retornar a la situación que generó los conflictos y estallidos sociales en primer lugar. Una donde los menos favorecidos siguen siéndolo y las élites siguen devorando todo, sin necesidad real de hacerlo y sin importar el bienestar de los demás.
Algo así ocurrió con casos como las elecciones entre Trump y Clinton, y ahora con Biden, lo que significa un retorno a las formas de siempre de los gobiernos norteamericanos, en vez de una profundización de los cambios urgentes y necesarios que el horroroso gobierno saliente de Estados Unidos permitió visibilizar. Los demócratas han dejado de lado siempre a Sanders, una especie de Petro estadounidense, empleando todo tipo de argucias y trucos, y su anterior derrota se debió en mucho a su incapacidad para conectar con las masas blancas empobrecidas y escépticas de la institucionalidad, mientras demostraban una inclusión más bien cosmética de las minorías que generaba profundo rechazo en dichas masas, alineadas con discursos más cercanos a Trump.
Siguiendo una línea de análisis similar, podemos concluir que el centro es un movimiento conservador en sentido estricto y no la puerta a cambio alguno. Lo que añoran es la idílica versión que tienen en su cabeza de la política pre-uribista y no atacar las causas de lo que nos ha tenido sumidos en injusticias y guerras durante toda la historia colombiana, antes, durante y después de los gobiernos de Uribe, incluido el actual, por ejercido en cuerpo ajeno que sea. Se suele decir que el centro no tiene ideas sino puras formas y por ello no puede producir cambios, yo sostengo que porque no quiere producir cambios no puede sino sostener formas sin contenido: La supuesta mesura de un Fajardo, que enmascara una agresividad de corte paradójicamente pasivo, las insípidas salidas de Marulanda, el reality amoroso de Claudia López y Angélica Lozano, son gestos despolitizantes en un momento histórico que requiere de contenidos políticos, de seriedad y rigor, en especial en el actual estado de pandemia. Es así como se entiende el porqué de sus formas clientelistas embrionarias y desarrolladas, ya que no serían más que la política vieja adornada con insulsas formas de aparente novedad. También se entienden sus ataques a la figura de Petro, quien representa un giro en la política y un real contendor para el uribismo al moverse en una nueva expresión de ella sin caer en los vicios de la que propuso el expresidente. El exalcalde de Bogotá es alguien que conecta con esas masas desencantadas y cansadas de la vacuidad del centro y las anteriores versiones de lo mismo de siempre.
También se suele decir que el centro está al fondo a la derecha, lo que en general parece cierto, pero interesa más que lleguemos a entender que el centro está detrás, que votar centro es retroceder. Importa quizá incluso más que lleguemos a entender que Colombia ya no puede darse ese lujo.
* Autodidacta titulado honorariamente, activista, docente y escritor de teoría política y filosófica, literatura e idiomas.