EL SABER DE LOS INDÍGENAS, PATRIMONIO INMATERIAL DE LA HUMANIDAD
Por: LUCERO MARTÍNEZ KASAB. Magíster en Filosofía.
Dijeron los españoles que habían descubierto un mundo. Claro que fue un descubrimiento ver a otros seres humanos hombres y mujeres desnudos sin asomo de malicia sexual como a seis días de Adán y Eva –la más cierta descripción de este paraíso- en letras del mismo Cristóbal Colón y, observar paisajes vírgenes de ríos anchísimos recorriendo valles, cataratas rodeadas por pájaros con plumas nunca vistas y miles de mariposas brillando al sol en una danza exuberante de vida.
Pero, pasado un tiempo, a los españoles les faltó humildad para darse cuenta de que no era un descubrimiento. Tan inclinados a los designios de Dios no fue posible que aquella tierra la vieran como una obra más de Él para los habitantes de este territorio y que por eso, debían respetarla, no apropiársela ni esclavizar a sus moradores. La historia ha mostrado que para los europeos la palabra Divina es fácil de acomodar según la codicia; fue así como decidieron que prestar dinero con interés a un hermano no era pecado o, que la riqueza era vista con buenos ojos por el Creador, aun cuando en su palabra escrita advirtiera que ¨más fácil entra un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los Cielos¨. Europa ha manipulado durante siglos los libros sagrados para justificar la dominación de los poderosos sobre los necesitados.
La arrogancia suprema de los españoles de creerse seres superiores la personificó Ginés de Sepúlveda, pensador español, quien puso entre entredicho, como casi toda esa élite de reyes, colonizadores y militares que los indígenas fueran seres humanos, que tuvieran alma. Supieron que debían dar razones para poder saquear las nuevas tierras invadidas y para explotar a seres buenos poseedores de tantas riquezas y, qué mejor justificación que decir que no eran humanos, reducirlos a casi animales para poder despojarlos de todo. Aun con la defensa vehemente que hiciera Bartolomé de las Casas de los indígenas no fue suficiente para detener el genocidio ni mucho menos para evitar que les cambiaran sus creencias místicas pues, el adoctrinamiento religioso fue la excusa perfecta para someterlos culturalmente.
La historia contada por los españoles y su descendencia criolla hizo relatos épicos de la conquista y la colonización deteniéndose en el coraje y la valentía de haber venido allende los mares a traer, según ellos, un Dios y una manera de vivir mejores que la de nuestros ancestros. Han tenido que pasar quinientos años para que los hechos –el miedo de la humanidad a morir por el daño climático- nos hicieran volver la mirada hacia los pueblos indígenas que quedaron reducidos a tierras de resguardo y descubrir, ahí sí, que coraje es conservar la vida después de la violencia bárbara de los españoles, del derrumbe moral al ver a sus esposos esclavizados y a sus mujeres violadas y de la desolación al tener que renunciar a sus dioses tan vivificantes como la lluvia, tan generosos como el sol, tan nobles como el maíz. En estos días la UNESCO declaró patrimonio cultural e inmaterial al sistema de conocimiento ancestral de las comunidades Kogui, Wiwa, Kankuamo y Arhuaco de la Sierra Nevada de Santa Marta; la cultura occidental tan engreída, por fin comienza a inclinarse ante la de los pueblos ancestrales que casi exterminan.
Y, ¿qué tiene de especial el sistema de conocimiento de estos pueblos originales? Sobresale su concepción comunitaria del ser humano, el carácter sagrado de la tierra y de sus parientes mayores. Para ellos existen las personas con sus singularidades, sus gustos específicos, sus viviendas, utensilios y ropas, pero dentro de un engranaje comunitario que los acoge desde niños para darles seguridad en todos los momentos de la vida. Para estos pueblos la relación con la tierra es totalmente orgánica; los seres humanos somos frutos de la naturaleza tal y como un árbol, un río, un tigre, un pájaro. No hicieron esa escisión naturaleza-humano que hizo Occidente colocándola a ella como un objeto distanciado para usarla como una cosa; para los ancestrales somos una unidad, de tal forma que dependemos de la tierra porque ella es la madre que nos alimenta a todos y como tal la cuidan y la respetan.
Los indígenas nunca segmentaron el proceso de la vida. Siempre supieron que ella, la vida, es un sistema de interconexiones que no se puede dividir porque, en esa división se haya la destrucción. Sin telescopios ni microscopios establecieron relación entre las raíces de los árboles y el fruto que se comían; entre el sol y las plantas; entre la ubicación de los astros y las aguas de los mares; entre sus venas y la sangre con los ríos y montañas percibiendo la unidad de los humanos con el cosmos. Por tal razón estudian cada paso de su humanidad sobre los territorios para no quebrar los ciclos de la vida.
El hombre moderno, el de más allá de 1492, definió como racional aquellas ciencias que llevaba a la creación de armas de destrucción masiva, a la acumulación de dinero, al envenenamiento del agua, del aire, de los suelos. Ni aún con los sofisticados aparatos para ampliar imágenes que permiten ver la interacción de los diversos componentes celulares, pudo deducir a tiempo que una bomba nuclear dejaría enferma a generaciones de humanos y estéril la tierra donde caería, como sucedió en Hiroshima y Nagasaki durante la Segunda Guerra Mundial. Para los ancestrales racional es respetar los ciclos de la vida en todos sus niveles; consultar, oír y acatar a los mamos -sus máximos gobernantes- y obedecer a sus dioses.
Pasados los siglos el dios que Occidente impuso a los pueblos ancestrales fue abandonado íntimamente por los feligreses a cambio del dios dinero y la diosa acumulación mientras, hipócritamente, se dan golpes de pecho en las misas y, ¡oh!, ironía, los pueblos ancestrales siempre fueron fieles a sus dioses, no los cambiaron, ni a su ley; son los mismos desde que surgieron en la tierra y hoy recurrimos a sus conocimientos y creencias para que nos ayuden a salvar el Planeta.
Una tribu indígena del Paraguay, los tupi-guaraní, habitantes de más de 2000 años A.C., reciben la vida como un regalo de los dioses, dicen que, sin merecerla, como un don. Entonces, en su ética, se preguntan, ¿cómo se paga un don? Y lo que se responden es de una altura inigualable: la única forma de pagar verdaderamente un don es dando gratuitamente a otro; así pagan la deuda con los dioses. De esta manera la vida trascurre como una cadena de obsequios, regalos e intercambios, una economía del agradecimiento, la reciprocidad y la solidaridad; sin la presencia de la compra-venta.
Cuando los tupi-guaraní invitaron a los españoles a festejar la cosecha de los frutos sembrados estos asistieron de mil amores a comer y ser bien atendidos; los indígenas se alegraron de que los españoles aceptaran los dones. Cuando pasado unos meses los indígenas los convidaron a unirse a las jornadas para cultivar los frutos dando por supuesto la aceptación de ese contrato tácito de devolver a quien ha dado, los españoles rehusaron ir. Los indígenas no entendieron semejante comportamiento, los españoles habían recibido regalos, pero no fueron capaces de ser recíprocos, entonces los tupi-guaraní concluyeron: estas personas son irracionales. Este es el saber de los pueblos ancestrales.
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