LA ALCALDESA Y EL MENDIGO
Por: Leonardo Puentes (@Leonardo__PD)
En un mismo día de otoño de la Londres del Siglo XVI, nacieron Tom Canty y Eduardo Tudor. Tom, creció en una pensión hacinada en un callejón de Offal Court, uno de los cordones de miseria de la ciudad. Eduardo, quién desde su nacimiento ostentaba el titulo de Príncipe de Gales, por el contrario, había nacido en el palacio del Rey Eduardo VIII, su padre.
Marc Twain, pudo en esta, una de sus más leídas novelas, haber escrito una bonita historia infantil, donde la suerte llevó a estos dos jóvenes de aspecto físico idéntico a cruzar sus caminos y a intercambiar por un tiempo sus vidas, pero, lo que realmente logró Twain, fue una icónica alegoría; una ejemplar disertación sobre las relaciones de poder, tal vez influenciadas por la teoría burocrática de su contemporáneo Max Weber y su eterno conflicto con el protestantismo, o por las noticias y conversaciones de café que cruzaban el atlántico, con los nacientes postulados de la liga de los comunistas.
Como fuere, el escrito de Twain, está muy lejos de ser un típico mito del medioevo tardío. No hay nada de factible en que un mendigo que adquirió la corona, luego quiera devolverla en un gesto filantrópico; ni más inverosímil, que el príncipe del Palacio de Westminster se le de por querer vivir un fin de semana en los suburbios de Brixton o Tottenham Hale, que equivale a que los hijos de Álvaro Uribe Vélez, deseen ir a tejer manillas al barrio Diana Turbay de Bogotá.
El texto es más bien una exposición donde se contrastan dos matices propios del comportamiento del ser humano: la empatía y la ambición. La primera, característica común en muchos animales cordados; la segunda, exclusiva de los primates superiores, donde la relación biológica de poder cruza la frontera del orden jerárquico por supervivencia colectiva, al orden jerárquico por propiedad de dominio. Es decir, para algunos simios y los seres humanos, el orden jerárquico se basa en el concepto de propiedad y la disputa por la dominación, no siendo suficiente lo que se abastece para supervivencia.
De aquí, que la ambición en Twain, cobra un significado especial en este experimento sociológico de ficción literaria, trayendo un distópico escenario en el que dos jóvenes, ubicados en los extremos opuestos de la jerarquía de poder, experimentan la suerte de su antípoda. En la praxis, la historia documentada no tiene ejemplos reales de una estructura social donde el individuo dominante haya tomado por voluntad propia el puesto del individuo sometido. No es necesario acudir a la prueba empírica, para que estemos de acuerdo en que el comportamiento de nuestra especie, es más bien el contrario: el sometido, tiende a librarse del peso de la dominación, mediante toda suerte de comportamientos y actos que le procuren el ascenso en la estructura. Ascender por ejemplo, hasta la alcaldía de una ciudad.
Y, esa es la lucha sin fin ni tregua del hombre y la mujer desde sus inicios; en cada tiempo la lucha se manifiesta con roles sociales propios de cada cultura. Cambian los rostros, la topografía, los cultos y dioses, pero el juego de jerarquías de poder no cambia. Hoy en día el sometimiento cuesta dinero, el trabajo y la subordinación son un sometimiento rentable para las partes, mientras que el estudio y la preparación profesional son una inversión hacia mayor capacidad de dominación y evasión al sometimiento.
El príncipe y el mendigo de Twain, por tanto, es la antítesis ideal de Claudia López y el vendedor de perros calientes. Mientras en el texto, Eduardo, en el tope más alto de la pirámide social busca convertirse en un ñero de barrios bajos, Claudia, quien no se encontró la alcaldía en la cuna de la aristocracia colombiana (como si le pasó a Peñalosa, Pastrana, etc…), tuvo que escalar un escarpado risco para llegar profesionalmente a evadir la mayor cantidad de sometimiento posible, posicionándose hoy casi en la cúspide de la jerarquía de poder en Colombia.
Cuando López se encuentra cara a cara con Alexander, el vendedor de perros, no se encuentra otra cosa que a sí misma; se ve idéntica, como cuando el príncipe Eduardo vio a Tom en las rejas de su palacio, no obstante ¿Por qué Claudia no invitó a seguir al Palacio Liévano a Alexander así como el príncipe de Gales invitó a Tom a entrar, incluso espantándole al ESMAD de Westminster? Porque Eduardo no tuvo que ascender a ningún lado, Claudia sí. Eduardo no teme volverse mendigo por un día, aún cuando entró en pavor cuando disfrazado de ñero, la guardia no lo reconoce y le cierra las puertas de palacio. Es el simple temor de perder la propiedad de dominio.
Al contrario, Claudia ha luchado toda su vida por salir de la pobreza, aprendiendo bien la lección: cuando logras evadirte del sometimiento y escalas a la cúspide de la dominación, regresar no es una opción. Porque “trabajar duro”, es el único camino para librarse del yugo del dominante. Por eso gobierna con vara de hierro, bajo el principio modernista de la “autosuperación” y no bajo una política pública que fecunde en mayor calidad de vida y cierre de brechas sociales.
Y es que la fortaleza la liberó a ella y es el juete que liberará a Bogotá de vender perros en la calle. Porque ser pobre es un error que hay que sacar del espacio público, y porque la pirámide de estatus/segregación es infranqueable, por eso Claudia ni de chiste le jugaría a ser el Eduardo del Liévano. Ni por un día regresaría a Engativá o a las colinas de Ciudad Bolívar a dormir.
Twain buscó brindar una gran lección de conciencia de clase, mediante la descontextualización de dos realidades opuestas. Pero el privilegio del arte es hacer real lo irreal. En el mundo del homosapiens, cuando cualquier Tom Canty se sienta en el trono, no lo suelta, no importa su color verde, azul o amarillo, si tuvo la virtud y la fortuna de Maquiavelo, su único nuevo tormento será mantenerse allí.
Aquel que asciende en la estructura cohonestando con cada grada, haciendo la tarea del establecimiento y con el modo de corrector político activado para cooptar todas las banderas alternativas posibles, es capaz de decir exactamente lo que todos quieren oír para cumplir su objetivo; incluso dirá que no hace parte de allí ni de allá, que no conoce “extremos”, se desmarca de todos y de cada uno, hasta de sus mentores y predecesores imprimiendo en los medios su mensaje de “centro”, pero al final del día el reino pondrá las piedras y levantará los fuertes que ya se dejaron contratados.
Por eso, entre el tirano de cuna de oro y el tirano de cuna de mimbre, prefieran al privilegiado. Aquel teme la pobreza porque no la entiende y nunca compitió por su posición. El tirano de cuna humilde, aprendió a odiarse a sí mismo y usa la competencia como el método para escaparse de su origen aplastando sus semejantes, burlándose de su idiosincrasia y sus marimondas; eso sí, garantizándoles cierta libertad, porque solo sobre sujetos libres puede ejercerse el poder según propone Foucault.
Si Bogotá fuera la Londres de Twain, Claudia jamás devolvería el trono al Príncipe de Gales como Tom Canty si lo hizo. A Eduardo Tudor de Gales le tocaría aplicar a un subsidio de Bogotá Solidaria en Casa, o comprarse un carro de perros calientes y tener la fortuna de que la alcaldesa no se lo tope en una de sus Bici-travesías por la Carrera 7ª.
La narrativa de lo irreal es toda la narrativa de la realidad.
Excelente columna
Excelente Columna, muy bien escrita.
La ignominia del ser, es el ego frustrado del poder… Sin importar quién se siente en la silla del Rey…
Es por el trono señores, que los pequeños sentimientos sucumben.