La crisis del orden patriarcal | por Erich Fromm
” La esperanza es paradójica. Tener esperanza significa estar listo en todo momento para lo que todavía no nace, pero sin llegar a desesperarse si el nacimiento no ocurre en el lapso de nuestra vida”.”- Erich Fromm
Texto del psicoanalista, psicólogo social y filósofo alemán Erich Fromm, publicado en su libro “Über die Liebe zum Leben”
Por: Erich Fromm
Hemos visto que la orientación consumista crea un clima de superfluidad, de saciedad. Este problema se halla estrechamente vinculado con una crisis en curso en el mundo occidental, no reconocida en general porque nos interesamos más por el síntoma que por la causa. Me refiero a la crisis de la estructura social patriarcal autoritaria.
¿Qué entiendo yo con ello? Permítaseme, para comenzar, recordar a uno de los más grandes pensadores del siglo XIX, el sabio suizo Johann Jakob Bachofen, que demostró por primera vez en forma sistemática y científica que la sociedad está determinada por dos principios estructurales totalmente distintos: el matriarcal, ginecocrático, y el patriarcal. ¿En qué se diferencian?
En la sociedad patriarcal —desde el Viejo Testamento, y también desde Roma, hasta hoy—, tal como nosotros la conocemos, el padre es dueño y señor de la familia. Cuando digo que es dueño, hay que tomarlo literalmente, pues originariamente, en el Derecho patriarcal primitivo, la mujer y los hijos eran propiedad del pater familias, tanto como los esclavos o el ganado. Podía hacer con ellos lo que quisiera. Ahora, si pensamos en la juventud de hoy, parece que nos hemos alejado mucho de este Derecho antiguo. Pero no debemos pasar por alto que de una manera más o menos drástica este principio patriarcal ha tenido validez en el mundo occidental durante alrededor de 4000 años.
En la sociedad matriarcal ocurre lo contrario. La persona a la que más se respeta, ante la cual nunca se debe hablar de dominación masculina, pues ella ocupa incondicionalmente el centro, es la madre, la figura materna. Entre el amor paternal y el maternal existe una gran diferencia. Esta diferencia es tremendamente significativa. El amor paternal es siempre, por su esencia misma, un amor condicionado. Depende del cumplimiento de determinados supuestos. Y por favor, cuando hablo de amor paternal, no me refiero al del padre X o Y, sino al amor paternal en principio. Max Weber le habría llamado un «tipo ideal». El padre ama sobre todo al hijo que responde en mayor medida a sus expectativas y exigencias. Ese hijo será también más apropiado que los otros para convertirse en el seguidor y heredero de su padre. En la estructura patriarcal suele haber un hijo preferido, que habitualmente, pero no en forma necesaria, es el mayor. Si leemos el Antiguo Testamento encontraremos que siempre hay en él un hijo preferido. El padre lo distingue, lo «elige». Al padre le agrada ese hijo, porque le obedece.
En la estructura matriarcal las cosas ocurren de otra manera. La madre ama por igual a todos los hijos, pues todos ellos son, sin excepción, fruto de su vientre y necesitan su dedicación. Si una madre sólo alimentara a sus lactantes en la medida en que le agradan y obedecen, morirían la mayoría de los niños. Como sabemos, un lactante no hace en absoluto lo que su madre quiere. Si la madre sintiera el amor a la manera patriarcal, esto significaría, desde el punto de vista biológico, fisiológico, el fin de la raza humana. La madre ama al hijo porque es su hijo, y por eso en la sociedad matriarcal no surge ninguna jerarquía, sino que se dedica el mismo amor a todos los que lo necesitan.
La exposición que aquí presento se refiere, en forma muy abreviada, a Bachofen. En la sociedad patriarcal el principio supremo es el Estado, la Ley, la abstracción. En la sociedad matriarcal son los vínculos naturales, esos lazos que ligan entre sí a los hombres. No necesitan ser pensados ni construidos, están ahí simplemente como algo natural. Si el lector tiene alguna vez tiempo de leer la Antígona de Sófocles, encontrará en ella todo lo que trato de explicar aquí, sólo que en forma mucho más exhaustiva e interesante. Se describe en esa obra la lucha entre el principio patriarcal, corporizado por el rey Creón, y el matriarcal, representado por Antígona. Para Creón lo que está por encima de todo es la ley del Estado, y el que la contradice debe morir. Antígona, por el contrario, sigue la ley de la sangre, de la humanidad, de la compasión, y nadie debe transgredir esta ley, que es la más elevada de todas. El drama termina con la derrota del principio que hoy denominaríamos fascista. Creón está representado como un jefe típicamente fascista, que sólo cree en una cosa: en el poder, en el Estado, al cual el individuo debe subordinarse totalmente.
A este contexto corresponde también la religión. La religión del mundo occidental, desde los tiempos del Antiguo Testamento, es de carácter patriarcal. Se describe a Dios como una gran autoridad a la que el hombre debe obedecer —a diferencia, por ejemplo, del Budismo, en el cual tal instancia autoritaria no existe—. Íntimamente vinculada con la sociedad patriarcal está la comprensión de la conciencia moral como una autoridad internalizada. Freud hablaba del superyó y quería decir la internalización de los mandamientos y prohibiciones del padre. Ya no dejamos de hacer algo porque nuestro padre nos dice: no debes hacerlo, sino que tenemos al padre incorporado en nosotros, el «padre que reside en nosotros» manda y prohíbe. Pero en el fondo la validez de este mandato o prohibición reside en la del padre. Con su descripción de la conciencia moral en el hombre dentro de la sociedad patriarcal, Freud ha acertado plenamente, pero no acertó al describir esa conciencia por sí misma y dejar de lado la vinculación con la sociedad. En efecto, existen — precisamente en la sociedad no patriarcal— formas totalmente distintas de la conciencia moral. No puedo ni deseo profundizar ahora este tema, pero querría al menos decir que en oposición a la conciencia moral autoritaria existe una conciencia moral humanística. Esta conciencia está arraigada en el hombre mismo y le revela lo que es bueno y propicio para él, para su desarrollo, para su crecimiento. Esta voz es a menudo muy tenue y apenas se la oye. Pero tanto en el dominio de la psicología como en el de la fisiología, numerosos investigadores han comprobado la existencia de indicios que señalan que existe una especie de «conciencia de salud», de olfato para lo que está bien, y cuando el hombre oye esta voz íntima, no está prestando oídos a la voz de una autoridad extraña. Su propia voz lo orienta hacia un fin que está potencialmente presente dentro de su organismo, en su cuerpo y su alma, y que le indica: por aquí vas bien, por allá vas por mal camino.
Todo esto hay que tenerlo en cuenta cuando se habla de la actual crisis del orden patriarcal autoritario. Y con ello nos enfrentamos a una situación muy notable. Nos encontramos en Occidente en un proceso de disolución de las relaciones tradicionales. Y esta disolución, esta crisis, tiene algo que ver, como hemos señalado anteriormente, con nuestro problema de la abundancia. Intentaré aclararlo. Cuantas más sean las cosas a las que deba renunciar el hombre, tanto más se lo debe adiestrar en la obediencia para que no se rebele contra la exigencia de renuncia. Se le impone la renuncia como una necesidad a la que es sensato acceder, pues así lo quiere Dios, o el Estado, o la Ley, o cualquier otra entidad abstracta. Si no existiera la obediencia sin vacilaciones, los hombres podrían llegar a la conclusión de que no tienen ningún placer suplementario al que renunciar. Y precisamente esto sería extraordinariamente peligroso para cualquier orden social en el que la renuncia y la obediencia constituyeran elementos estructurales imprescindibles. La sociedad, tal como es, ya no podría seguir existiendo si no se inculcaran profundamente estas actitudes de renuncia y obediencia mediante mecanismos psicológicos e instituciones sociales. Pero cuando se acrecienta la abundancia, va menguando esta comprensión de la necesidad de la renuncia y la obediencia. ¿Por qué habría que someterse a una autoridad que le sugiere a uno la renuncia y la obediencia? Además, es muy fácil conseguir con rapidez todo lo que uno quiere. Éste es uno de los fundamentos de la crisis.
Otro fundamento reside en la nueva técnica de producción. En la primera Revolución Industrial, en el siglo XIX y también a comienzos del XX, como se trabajaba con máquinas anticuadas, el trabajador debía ante todo ser obediente, porque sólo su trabajo le permitía preservar del hambre a su familia. La coacción a la obediencia sigue existiendo en parte, y sin embargo todo cambia rápidamente, porque la técnica de producción se transforma de técnica mecánica anticuada en moderna técnica cibernética. Pero en este caso ya no es necesaria aquella forma de obediencia autoritaria que se requería en el siglo anterior. Ahora se trabaja en equipo y se manejan aparatos, que en su mayoría corrigen ellos mismos sus propios errores. La anterior obediencia está reemplazada por una disciplina que no exige sometimiento. Con la máquina cibernética se juega exactamente como se juega al ajedrez. Lo que digo es seguramente exagerado. Pero la actitud respecto de la máquina ha cambiado fundamentalmente, ya es más rara la relación dirigente-subordinado, y se abre paso un estilo de trabajo conjunto, de interdependencia. Sólo querría hacer notar al pasar que todo esto no es tan idílico, tan positivo como a menudo se afirma y como podría hacer pensar lo que acabo de decir. No he querido sostener que la moderna técnica de producción libere de la enajenación y ayude a promover la autonomía. Sólo quería llamar la atención sobre los importantes cambios producidos respecto de la situación precedente.
Otro motivo de la crisis de la estructura patriarcal autoritaria debe buscarse, en mi opinión, en el evidente hecho de la revolución política. Desde la Revolución Francesa hemos vivido una serie de revoluciones, que por cierto nunca lograron realizar lo que prometieron y proyectaron, pero que, en todo caso, conmovieron las viejas estructuras y, ante todo, cuestionaron las relaciones autoritarias. La obediencia, sobre todo la obediencia totalmente pasiva y mecánica, ciega, sin la cual el Medioevo no hubiera podido afirmarse, está siendo eliminada lenta pero seguramente. Ya el hecho mismo de una revolución no fracasada, sino por lo menos parcialmente lograda, prueba que la desobediencia puede triunfar.
En la moral autoritaria existe propiamente un solo pecado: el de la desobediencia. Y hay una sola virtud: la obediencia. Claro que esto no se da literalmente así —salvo, quizás, en los círculos reaccionarios—, pero en el fondo la educación y los sistemas de valores parten siempre de la convicción de que la desobediencia es el pecado original.
Leamos, por ejemplo, el Viejo Testamento: lo que hicieron Adán y Eva no era por cierto en sí nada malo, por el contrario: comieron del árbol de la sabiduría y con ello abrieron por primera vez el camino hacia la dignificación del hombre. Pero fueron desobedientes. Y esta desobediencia fue interpretada por la tradición como pecado primario u original. De hecho, la desobediencia es el pecado original en la estructura patriarcal. Pero al producirse la crisis, la quiebra, el cuestionamiento de la estructura patriarcal, también se volvió absolutamente cuestionable el concepto de pecado. Volveré sobre este punto.
Junto a la revolución de la burguesía, la revolución de los trabajadores, se cumplió otra, muy importante: la revolución de las mujeres. Aunque haya podido tomar en ocasiones formas un poco extravagantes, esa revolución significó, sin embargo, grandes progresos. Las mujeres eran, como los niños, objeto y propiedad de los hombres. Esto cambió totalmente. Es cierto que siguen estando desfavorecidas respecto de los hombres, por ejemplo en la remuneración. Pese a ello, su posición, su conciencia, se han robustecido esencialmente. Y todo esto sugiere que esa revolución femenina continuará progresando, exactamente como la de los jóvenes y la de los niños. Las mujeres reconocen, articulan y defienden sus propios derechos.
Y, finalmente, un último motivo de la crisis de la sociedad patriarcal autoritaria, que me parece el más importante: desde mediados del presente siglo muchas personas comprueban —y ante todo los jóvenes— que esta sociedad da pruebas contundentes de falta de competencia. Claro, siempre se puede alegar que la magnitud del progreso es realmente fabulosa, que la técnica ha posibilitado logros insospechados. Pero ésta es sólo una cara de la moneda. La otra cara muestra que esta sociedad ha dado pruebas de su incapacidad para evitar dos grandes guerras y muchas otras más. Ha permitido o promovido un desarrollo que se dirige a la auto-destrucción de los seres humanos. Nunca antes en la historia el hombre debió resignarse a una amenaza tan grande de destrucción potencial como la de nuestros días. Con esto ha salido a luz una monstruosa incompetencia, que ninguna perfección tecnológica logra enmascarar.
Cuando una sociedad de abundancia que se puede permitir visitas a la Luna, no está en condiciones de enfrentar el peligro de destrucción total, debe aceptar que se la llame incompetente. Se muestra incompetente respecto de los perjuicios ecológicos que amenazan la vida. Nos enfrentamos a la miseria y la hambruna en la India, en África, en todas las zonas no industrializadas del mundo, pero no se hace nada, aparte de un par de discursos o de gestos. Seguimos derrochando y viviendo como si no tuviéramos la capacidad mental de ver las consecuencias. Esto implica una falta de competencia, que ha debilitado con razón la confianza de la joven generación en nosotros. Y quiero decir que pese a todos los méritos de nuestra sociedad y sus logros, esta falta de competencia para enfrentar los problemas más importantes ha contribuido mucho a que ya no se crea en la estructura y el funcionamiento de la sociedad patriarcal autoritaria.
Antes de entrar en las consecuencias de las crisis que acabo de describir, querría hacer resaltar expresamente que la sociedad de abundancia existió naturalmente sólo en parte, incluso en el mundo occidental. Aun en los Estados Unidos alrededor del 40% de la población vive por debajo del nivel que se considera suficiente. Hay en realidad dos estratos: uno que vive en la abundancia y otro de cuya pobreza se prefiere no hablar. Si en tiempos de Lincoln se diferenciaba entre libertad y esclavitud, hoy deberíamos diferenciar entre abundancia superflua y necesidad.
Todo lo que aquí hemos dicho acerca del homo consumens, no vale respecto de la población que vive en la pobreza, aunque ésta esté fascinada por la maravillosa imagen de que quienes pueden darse lujos llevan una vida paradisíaca. Los pobres son los comparsas en el teatro de los ricos. Lo mismo vale respecto de las minorías, y en los Estados Unidos especialmente para la gente de color, y no sólo eso, sino que vale también para el mundo en su conjunto, es decir, para las dos terceras partes de la humanidad que nunca disfrutaron de la forma de sociedad patriarcal autoritaria, para los hindúes, los chinos, los africanos, etcétera. Para poder establecer un balance correcto respecto de las mayorías autoritarias, debemos entender claramente que la sociedad de abundancia domina como antes, pero se enfrenta con tradiciones totalmente distintas y además con nuevas fuerzas, de las que hemos encontrado y encontraremos claros indicios.
Tomado del portal BLOGHEMIA