A Colombia le ha llevado más de doscientos años precisar quiénes y cómo la han sometido. No es fácil para un pueblo que en 1819 era en su mayoría analfabeto, campesino, y, que salía del sometimiento de una monarquía tener la claridad suficiente para descifrar que se puede pasar de un opresor plenamente identificado a otro subrepticio con siete cabezas, un monstruo.
Le ha costado miles de vidas aprender que la libertad física y de las leyes son casi nada si no se tiene libertad de pensamiento, de crítica ante los que ostentan el poder. Porque el pueblo campesino es bueno, generoso, que, al estar en contacto con el trasparente ciclo de la vida que emerge de la tierra carece de la perversidad citadina para hacer cálculos de dominación sobre otros humanos que buscan una riqueza que nunca es suficiente. Han pasado dos centurias de resignación del pueblo con algunas escaramuzas pretendiendo quitarse de encima este otro poder político oculto tras la república, sanguijuela aferrada a la piel del trabajador colombiano cuya fuerza siempre ha sido poca para quitarse de encima tal opresión.
Por ventura, en este mayo de 2021, montada sobre la tecnología de la virtualidad, los celulares y las redes sociales ha llegado una generación de colombianos que participa activamente en la política, que lee, que estudia, que conoce las artimañas de los congresistas para saquear al Estado, que descubre a los falsos líderes, para ponerse ahora al frente de la protesta social más colérica de las últimas décadas en el acontecer colombiano; sin embargo, está pagando un precio invaluable por revertir esta inequidad histórica, está inmolando a la juventud. Porque el derecho del pueblo a la protesta consagrado en la Constitución ante lo que considere injusto por parte de los gobernantes lo está negando el presidente Iván Duque. El pueblo, al organizarse en república alrededor de las leyes decide otorgarle al Estado el uso de las armas para no hacer justicia por mano propia, para que le defienda la vida ante terceros, pero, este gobierno las ha vuelto contra los manifestantes indefensos asesinándolos en las calles que, con sus trabajos, generan el dinero que el Presidente usa para comprar las armas.
Este cambio político en Colombia ante la sevicia con que se comporta el gobierno al impedir con los impuestos que los alimentos le sostengan la vida a la gente, lo está asumiendo los jóvenes que promedian los 20 años de edad; recién salidos de la adolescencia. Sacrificio que inunda de tristeza las casas de los pobres ya desconsoladas por la falta de comida, de educación, de oportunidades de trabajo, de mala salud; más adoloridas ahora al enterrar a los muchachos y muchachas que alegraban los hogares. Ellas y ellos, los infantes ya crecidos, son los que están de pie en la primera línea de las manifestaciones callejeras; en ese campo de guerra que Iván Duque ha convertido el pavimento de las ciudades impidiéndonos saborear este despertar de la conciencia política.
Sobrecoge el alma ver la primera línea de las protestas, son jóvenes de escasos recursos. Sobre esos cuerpos de músculos tiernos pero desnutridos, sobre esos cerebros en la plenitud de su capacidad creativa, sobre esos corazones ardorosos iba a caer el peso de una reforma tributaria a los alimentos, al agua, a la vida. Y, ellos y ellas se han rebelado con furia como corresponde a quien le arrebatan el futuro. Con trapos amarrados en la cabeza que tratan de ocultar sus rostros, con piedras en sus manos, con zapatos rotos, así, enfrentan a los hombres bien protegidos del Esmad, a la policía armada y a los tanques hechos para una guerra contra un ejército extranjero.
Y, las redes se llenaron de la sangre y la muerte de estos cristos que están dando la vida por la libertad de Colombia. Mesías del trópico que desde la frontera de los barrios se protegen con escudos de latas que se han esmerado en pintar –practicando la estética de la revolución-. En el residuo de sus infancias creerán que juegan a la guerra y que podrán salir victoriosos de las garras de un gobierno cruel, despiadado, asesino. Pero no, los manifestantes hablan con la propiedad y la valentía de guerreros de verdad, verdad, entregados místicamente a doblar el acero de la corrupción política que los tiene a ellos y sus familias muriendo día a día. Por lo menos, si hemos de morir que sea revelándonos, no en las casas –dicen- no viendo fútbol, el hipnótico masivo que el gobierno distribuye, el que ya rechazan visceralmente.
Detrás de la muchachada viene otro contingente, el refuerzo que necesitan los ejércitos a punto de sucumbir, en este caso las madres de los jóvenes. Vienen ataviadas humildemente como sus hijos con pañuelos y camisetas, pero, ya sabemos que la guerra se gana con el corazón, no con las armas. Las mujeres vienen a una doble lucha: a proteger a sus hijos y a defender la vida digna.
Esta juventud que ha sido nombrada la Generación cristal porque son emotivos, aparentemente inestables y con poca tolerancia a la frustración defiende sus derechos ciudadanos con el desprecio que les merece una sociedad adulta egoísta, depredadora. Van a la calle armados con un palo en una mano y un celular en la otra grabando entre gritos de dolor y desesperación los ojos reventados, los cuerpos muertos, las sombras que desaparecen a sus compañeros. Es la representación de una comunidad –común unidad-, que se ayuda, se cuida, se ama, que intenta salvar a Colombia de la opresión originaria consciente que el individualismo es el fracaso de la humanidad y que las utopías son posibles. Colombia tiene en la primera línea un cristal de diamante.
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