Lo que despierta en el Alto de Las Palmas cuando la niebla cubre Bella Terra

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Bella Terra, en el Alto de Las Palmas, se levanta sobre un terreno donde el pasado parece seguir respirando entre la neblina. - Foto Archivo

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En las montañas que separan a Medellín del oriente antioqueño, cuando la neblina desciende y la brisa se enreda con los pinos, hay un silencio que parece tener memoria. Los habitantes del Alto de Las Palmas lo conocen bien. Es un silencio espeso, de los que no se rompen ni con el rugido de un motor ni con el ladrido de los perros. Allí, entre colinas que alguna vez fueron caminos de arrieros y tierras de labranza, hoy se levanta un conjunto residencial llamado Bella Terra. Desde afuera parece un símbolo del progreso: casas amplias, senderos de piedra, luces cálidas que se prenden al caer la tarde. Pero los viejos del lugar murmuran otra historia, una que no aparece en los folletos de las constructoras.

Cuentan que donde hoy hay jardines y piscinas, hubo antes un terreno sagrado. En el siglo pasado, cuando la zona apenas figuraba como una vereda del municipio de Envigado, funcionó allí un pequeño cementerio rural, sin nombre en los mapas y con cruces que el tiempo devoró. Nadie sabe con certeza cuándo desapareció. Algunos dicen que fue clausurado para permitir la expansión urbana, otros aseguran que simplemente fue olvidado bajo capas de tierra y cemento. Lo cierto es que, desde entonces, el rumor de que los muertos no fueron movidos del todo ha sobrevivido más que cualquier archivo.

El progreso llegó rápido. La carretera al aeropuerto trajo inversión, las parcelas se convirtieron en condominios y los campesinos cedieron terreno ante el avance de la ciudad. Sin embargo, desde los primeros años de construcción, los obreros empezaron a contar historias que nadie quiso escuchar oficialmente: herramientas que se perdían, voces que se oían al final de la jornada, sombras que se movían detrás de los árboles. Un ingeniero, ya retirado, aseguró que durante una excavación aparecieron restos humanos. Se notificó al municipio, pero el trabajo continuó. “Nada que no se resuelva con una capa de concreto”, dijo uno de los supervisores, según el testimonio que circula entre los trabajadores antiguos.

Hoy, quienes viven en Bella Terra hablan poco del tema. Dicen que es mala suerte. Pero entre los empleados de seguridad y los residentes más antiguos, persisten los relatos: pasos en los corredores sin nadie presente, luces que se encienden solas, y el llanto de una niña que algunos juran haber escuchado cerca del bosque que bordea el conjunto. Los sacerdotes locales prefieren no comentar, aunque uno de ellos admitió, bajo reserva, que la diócesis ha recibido “consultas particulares” sobre sucesos extraños en la zona.

Más allá del misterio, el caso de Bella Terra es también el retrato de un fenómeno común en el país: la superposición del olvido. Cementerios borrados por urbanizaciones, fincas convertidas en centros comerciales, memoria desplazada por ladrillo y vidrio. En el Alto de Las Palmas, el progreso edificó sobre el pasado sin hacer preguntas. Y ese pasado, dicen los que saben, nunca desaparece del todo.

Al caer la tarde, cuando la neblina sube desde los valles y el viento silba entre los cipreses, algunos juran ver figuras moviéndose entre las luces de las casas. Otros prefieren cerrar las cortinas. El silencio vuelve, espeso, igual que antes. Quizás sea solo el viento, o quizás —como en toda tierra que alguna vez fue campo santo— los ecos del pasado siguen ahí, recordando que la memoria, incluso bajo el concreto, siempre encuentra la forma de respirar.


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