Por: Lucero Martínez Kasab (@lucerokmartinez).
Psicóloga. Magíster en Filosofía
De todo cuanto maravilló a los españoles durante el descubrimiento de América contando el oro, el exuberante paisaje, los grandes ríos hubo algo que les hizo perder la cordura y les incentivó el más arcaico deseo de poder y dominación: la mujer indígena. Quedaron extasiados con el color canela de sus cuerpos, sus cabellos negros, su olor a piel recién bañada y la inocencia de su desnudez. Fue un hallazgo extraordinario para hombres europeos nacidos y criados bajo la tradición cristiana monoteísta con la supremacía del hombre sobre la mujer; ambiente muy diferente entre los aborígenes quienes encontraban en ellas la máxima representación de las divinidades y el eje sobre el cual se constituía la explicación del mundo, la familia y la religión.
El hombre español arrasó con la base de la cultura precolombina, la mujer, al arrebatarla de sus padres, de sus esposos y de sus hijos pervirtiendo el tejido humano que los indígenas habían construido durante siglos de sabiduría. Sembraron en América una tortuosa lucha por defenderse de un estado social y político que las sometía mucho más que a los hombres colonizados. No obstante, ellas, que, sin distingos de culturas, de épocas, de continentes, de ambientes propicios o enemigos han encontrado la forma de cumplir con su papel de proteger fueron durante la Independencia de la Nueva Granada, el apoyo vital de los criollos, soldados y campesinos socavando calladamente el Imperio español.
La estructura social de entonces no les permitía la participación en política manteniéndolas dedicadas a las labores del hogar o de acompañantes en ciertas reuniones de los maridos. Sin embargo, cuando incipientemente el pueblo colonizado comienza a desear su libertad el hombre criollo se acerca a sus mujeres quienes, compartiendo profundamente los ideales de sus compañeros, esposos e hijos, se solidarizan con una valentía digna de admirar pues se enfrentaron al poder con las manos vacías y con una pasión que fue el soporte de las atribulaciones de los hombres. América Latina encontró en ellas la sublevación en la plaza pública como lo hiciera Manuela Beltrán en 1781 al arrancar aquél edicto en Socorro que exigía más impuestos; cantaban sin miedo himnos patrios; escondían a los revolucionarios; llevaban armas; mensajes; pasaron al frente de las batallas a pie o a caballo vestidas de hombre, empuñaron armas, mataron españoles y, también fueron fusiladas.
Así, en un pueblito cerca de Santafé de Bogotá, Guasca, en 1795 nació una niña en la Nueva Granada con un nombre inolvidable por su resonancia, Policarpa Salavarrieta. El mestizaje de las razas propio de la colonización no borró las huellas de su pasado español evidenciado en su piel blanca y rasgos fileños. La Pola, como fue llamada, recibió desde su infancia el influjo de los ideales de la emancipación pues su padre había participado en la Revolución de los Comuneros. Quedó huérfana a temprana edad. Gracias a la misericordia de su hermana y de otros familiares aprendió con las monjas a leer, escribir y coser. La modistería le abriría las puertas de las casas más lujosas de Santafé y entre una conversación y otra, fue dándose cuenta de las grandes diferencias sociales hasta abrazar junto con el amor de su vida, Alejandro Sabaraín, la lucha por la emancipación de la Nueva Granada.
Los días de la joven Policarpa eran intensos, ansiosos, angustiados pues se dedicaba a espiar en las casas de las españolas los movimientos y estrategias de los realistas para beneficiar a los patriotas, enviaba armas, información, recursos y periódicos al ejército libertador en los Llanos, convencía a los jóvenes de participar en la revolución, escondía amigos heridos hasta que su novio, Alejandro, cae preso y con él unos papeles que la incriminaban. Ya se encontraba en Santafé el pavoroso Pablo Morillo. Este General soberbio, ignorante, pero perseverante, llegó después de haber sometido a Cartagena a un sitio infame que terminó arrasando sin contemplación una población entera con su gente herida y vencida. Con esa misma crueldad mandó a fusilar a Policarpa Salavarrieta, a Alejandro Sabaraín y otros compañeros más.
El fusilamiento de Policarpa de veintiún años, inteligente, bella y altiva en plena plaza pública el 14 de noviembre de 1817, era el enfrentamiento desmedido de la fuerza bruta española contra una exponente de la más profunda rebeldía criolla hecha mujer. Sin miedo, sin cobardía, sin lágrimas, con la determinación de quien lleva en las venas el sufrimiento de las indígenas y las negras caminó erguida al patíbulo y, si quedaban dudas sobre su valentía, se negó a morir de espaldas alegando que para una mujer era más digno morir de rodillas. En el último instante de su vida se volvió hacia los presentes y el eco de sus palabras estremece nuestros días: “¡Pueblo indolente! ¡Cuán distinta sería hoy vuestra suerte si conocierais el precio de la libertad!, ¡Ved que mujer y joven, me sobra valor para sufrir la muerte y mil muertes más!
Allí está ella, Policarpa, con su juventud adornando nuestros billetes de diez mil pesos y, cuando en el interior de Colombia un campesino pide para mitigar su sed, en vez de una cerveza, una “pola”, es en homenaje a esta heroína colombiana. luceromartinezkasab@hotmail.com