El Bien y el mal según Baruch Spinoza | Por: Gilles Deleuze

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No se puede afirmar con derecho que existe desorden en la naturaleza, porque no hay nadie que conozca todas las causas de la naturaleza para poder juzgar de ello. – Baruch Spinoza
                                 
 

Texto del filósofo francés Gilles Deleuze, sobre el pensamiento de Baruch Spinoza, publicado en su libro “Philosophie practique”

 

Por: Gilles Deleuze

 

 

La correspondencia con Blyenbergh forma un conjunto de ocho cartas conservadas (XVII-XXIV y XXVII), cuatro para cada uno, entre diciembre de 1664 y junio de 1665. Tiene un gran interés psicológico. Blyenbergh, quien trabaja en el comercio de cereales, escribe a Spinoza planteándole el problema del mal. Spinoza cree en un principio que su corresponsal actúa movido por la inquisición de la verdad, pero en seguida advierte en éste el gusto por la polémica, el deseo de tener razón, la manía de juzgar; se trata más de un teólogo calvinista aficionado que de un filósofo. Spinoza contesta secamente ya en su segunda carta (XX) a determinadas insolencias de Blyenbergh. Y sin embargo continúa la correspondencia como si estuviera él mismo fascinado por el asunto. Spinoza romperá solamente tras una visita de Blyenbergh, en la que éste le plantea cuestiones de todo género que desbordan el problema del mal. Ahora bien, precisamente el profundo interés de este conjunto de cartas reside en que son los únicos textos extensos en los que Spinoza considera en sí mismo el problema del mal y arriesga análisis y fórmulas que no tienen equivalente en sus otros escritos. En cuanto a Blyenbergh, no nos parece ni estúpido ni confuso, como a menudo se ha afirmado (son otros sus defectos). Aunque no conozca la Ética y abra su primera carta con observaciones que conciernen a la exposición de la filosofía de Descartes, plantea continuamente cuestiones esenciales que llegan al corazón del spinozismo, y obliga a Spinoza a multiplicar los ejemplos, a desarrollar las paradojas, a aislar una extrañísima concepción del mal. Ocurre como si a Spinoza el amor a la verdad le forzara a dejar a un lado su propia prudencia, a desenmascararse, incluso frente a un sujeto al que presiente hostil o rencoroso, y respecto a un asunto de mucho cuidado. Pues la gran teoría racionalista, según la cual no hay mal’ es sin duda un lugar común del siglo XVII. Pero de qué manera Spinoza va a transformarla radicalmente, tal es la materia de la correspondencia con Blyenbergh. Si no hay mal, según Spinoza, no es porque sólo sea y haga ser el Bien, sino, al contrario, porque el bien no es más que es el mal, y el Ser está más allá del bien y del mal.

 

Blyenbergh comienza con una pregunta general que dirige a los cartesianos: ¿cómo puede Dios ser causa de una «voluntad mala», por ejemplo de la voluntad de Adán de comer el fruto prohibido? A lo que Spinoza responde inmediatamente por cuenta propia (será sólo más adelante, en la carta XXI, cuando, volviendo sobre Descartes, muestre determinadas diferencias entre él y Descartes). Y no se conforma con exponer en qué sentido general el mal no es nada. Recogiendo el ejemplo de Blyenbergh, responde: «La prohibición del fruto se reducía a la revelación hecha por Dios a Adán de las consecuencias mortales que tendría para él la ingestión de este fruto; del mismo modo, las luces naturales nos enseñan que un veneno es mortal» (XIX). Es decir: Dios no prohíbe en absoluto, sino que da a conocer a Adán que el fruto, por su composición, descompondrá el cuerpo de Adán. El fruto actúa como el arsénico. Nos encontramos así, en la misma línea de salida, con la tesis esencial de Spinoza: lo malo debe concebirse como una intoxicación, un envenenamiento o una indigestión. O incluso, atendiendo a los factores individuantes, como una intolerancia o una alergia. Y bien lo comprende Blyenbergh: «Os abstenéis de lo que yo llamo los vicios porque repugnan a vuestra naturaleza singular, no porque sean vicios; os abstenéis de ellos como nos abstenemos de un alimento por el que nuestra naturaleza tiene horror»; pero ¿qué decir entonces de una naturaleza que no padecería de tal intolerancia y «amaría» el crimen? (XXII). ¿Cómo una repugnancia personal puede fundar una virtud? Blyenbergh añade aquí otra pregunta muy interesante, a la que Spinoza no responderá directamente: sólo mediante la experiencia puede llegar a saberse de una cosa que es un veneno; ¿es entonces el mal solamente un dato experimental, a posteriori, y qué sentido tienen entonces «revelación» o «conocimiento»? (XX).

 

En este nivel de precisión, al que tan de inmediato ha sido llevado el problema, hay que preguntarse qué entiende Spinoza por envenenamiento. Cada cuerpo tiene partes, «un número muy grande de partes»; pero estas partes sólo le pertenecen conforme a una determinada relación (de movimiento y de reposo) que le caracteriza. La situación es muy compleja, pues los cuerpos compuestos tienen partes de orden diferente que entran en relaciones asimismo diversas; estas distintas relaciones se componen entre sí para constituir la relación característica o dominante del individuo considerado a uno u otro nivel. Hay así un encaje de relaciones para cada cuerpo, y de un cuerpo con respecto a otro, que constituye la «forma». Por ejemplo, como enseña Spinoza en una carta a Oldenburg (XXXII), el quilo y la linfa son dos cuerpos, cada uno conforme a su relación, que componen la sangre según un tercera relación dominante. La sangre, a su vez, es parte de un cuerpo animal o humano según una relación característica o dominante distinta. Y no se dan dos cuerpos cuyas relaciones sean idénticas, por ejemplo dos individuos de igual sangre. Según esto ¿qué sucede en un caso de envenenamiento? ¿O en un caso de alergia (puesto que hay que considerar los factores individuales de cada relación)? Pues bien, en este caso resulta que queda destruida, descompuesta, una de las relaciones constitutivas del cuerpo. Y sobreviene la muerte cuando se provoca la destrucción de la misma relación característica o dominante del cuerpo: «Entiendo que el cuerpo muere cuando sus partes se disponen entre ellas de tal modo que quedan en una relación distinta de movimiento y de reposo». Spinoza precisa así lo que quiere decir con: se destruye o descompone una relación. Ocurre cuando tal relación, que es en sí misma una verdad eterna, ya no es realizada por partes actuales. No ha desaparecido la relación, que es eternamente verdadera, sino las partes entre las cuales se establecía, que han asumido ahora una relación distinta. Por ejemplo, si el veneno ha descompuesto la sangre es que ha provocado que las partes de la sangre entren en relaciones distintas que caracterizan a cuerpos distintos (ya no se trata de sangre…). Aquí también es perfectamente comprendido por Blyenbergh, quien, en su última carta (XXIV), afirmará que la misma conclusión debe aplicarse al alma; pues, componiéndose ella también de un enorme número de partes, debería sufrir la misma disolución, pasando sus partes a otras almas no humanas…

 

Por lo tanto, Spinoza concibe de un modo particular la tesis clásica según la cual el mal no es. Ocurre que, de cualquier modo, siempre hay relaciones que se componen (por ejemplo, entre el veneno y las nuevas relaciones en que entran las partes de la sangre). Pero las relaciones que se componen siguiendo el orden de la naturaleza no coinciden necesariamente con la conservación de esta relación, que puede quedar descompuesta, es decir, dejar de ser realizada. En este sentido, debe entenderse que el mal (en sí) no existe, pero que sí hay lo malo (para mí): «Es bueno lo que determina la conservación de la relación de movimiento y de reposo que tienen entre sí las partes del cuerpo humano; es malo, por el contrario, lo que hace que las partes del cuerpo humano tengan entre ellas una relación de movimiento y de reposo distinta». Se llamará bueno a todo objeto cuya relación se componga con la mía (conveniencia); se llamará malo a todo objeto cuya relación descomponga la mía, lo que no obsta para que se componga con otras relaciones (inconveniencia).

 

Y, sin duda, en los detalles la situación se complica cada vez más. Por un lado, tenemos una gran cantidad de relaciones constitutivas, de modo que un mismo objeto puede convenirnos conforme a una relación y sernos inconveniente conforme a otra. Por otro lado, cada una de nuestras relaciones goza de una determinada libertad, hasta el punto de que varía considerablemente de la infancia a la vejez y la muerte. Aún más, la enfermedad y otras circunstancias pueden modificar de tal modo estas relaciones que uno llega a preguntarse si realmente subsiste el mismo individuo; en este sentido, hay muertes que no esperan la transformación del cuerpo en cadáver. Y, por fin, la modificación puede ser de tal género que nuestra parte modificada se comporte como un veneno, y disuelva las otras partes volviéndose contra ellas (algunas enfermedades y, en el límite, el suicidio).

 

El modelo del envenenamiento es válido para estos casos con toda su complejidad. Es válido no sólo para el mal que sufrimos, sino para el que causamos. No somos solamente seres envenenados, asimismo somos envenenadores, y actuamos como toxinas y venenos. El mismo Blyenbergh alega tres ejemplos. En el asesinato, descompongo la relación característica de un cuerpo humano distinto. En el robo, descompongo la relación que une a un hombre con su propiedad. Y también el adulterio, donde lo que se descompone es la relación con el cónyuge, la relación característica de una pareja que, por tratarse de una relación contractual, instituida, social, no por ello deja de constituir una individualidad de un tipo determinado.

 

Asumido este modelo, Blyenbergh levanta una primera serie de objeciones: 1.° ¿cómo distinguir el vicio de la virtud, el crimen del acto justo? 2.° ¿cómo referir el mal a un puro No-ser del que Dios no sea responsable ni causa? En efecto, si es cierto que siempre se da la composición de relaciones cuando otras quedan descompuestas, tendríamos que reconocer, por un lado, que todo viene a ser lo mismo, que «el mundo habría de caer en un estado de confusión eterna y perpetua, y nosotros volvernos semejantes a las bestias», y, por otro lado, que el mal es algo determinado con tanto derecho como el bien, puesto que no se da menos lo positivo en el acto sexual cumplido con la mujer ajena que con la propia (XX).

 

Sobre la posibilidad y la necesidad de distinguir; Spinoza mantiene todos los derechos de una lógica de la acción, pero de una lógica tan particular que sus respuestas parecen extremadamente oscuras. «El matricidio de Nerón, por ejemplo, no era un crimen bajo el aspecto positivo de su consumación; Orestes ha podido actuar exteriormente del mismo modo y a la vez con el propósito deliberado de matar a su madre, sin merecer la misma acusación que Nerón. ¿En qué consiste entonces el crimen de Nerón? Únicamente en que, en su acto, Nerón se ha mostrado ingrato, despiadado y rebelde… Dios no es causa de esto, aunque sí lo sea del acto y de la intención de Nerón» (XXIII). En este caso, será la Ética la que explique un texto tan difícil. ¿Cuál es el aspecto positivo o bueno del acto de golpear?, se pregunta Spinoza. Ocurre que este acto (levantar el brazo, apretar el puño, actuar con velocidad y fuerza) expresa un poder de mi cuerpo, lo que puede mi cuerpo conforme a cierta relación. ¿Cuál es el aspecto malo de este acto? Lo malo se manifiesta cuando se asocia este acto con la imagen de una cosa cuya relación queda por su causa descompuesta (mato a un sujeto al golpearle). El mismo acto habría sido bueno si se hubiera asociado con la imagen de una cosa cuya relación se compusiera con la suya (por ejemplo, batir el hierro). Lo que quiere decir que un acto es malo en los casos en que descomponga directamente una relación, mientras que es bueno cuando compone directamente su relación con otras relaciones. Puede objetarse que, de cualquier forma, hay a la vez composición y descomposición, descomposición de determinadas relaciones y composición de otras distintas. Pero lo que cuenta es saber si el acto está asociado con la imagen de una cosa en cuanto componible con él, o, por el contrario, en cuanto descompuesta por él. Volvamos a los dos matricidios; Orestes mata a Clitemnestra, pero ésta ha asesinado a su marido Agamenón, el padre de Orestes; de modo que el acto de Orestes queda precisa y directamente asociado con la imagen de Agamenón, con la relación característica de Agamenón como verdad eterna con la que se compone. Mientras que, cuando mata Nerón a Agripina, su acto sólo se asocia con esta imagen materna a la que descompone directamente. En este sentido, se muestra «ingrato, despiadado y rebelde». Igualmente, cuando golpeo «con cólera o con odio», uno mi acción a la imagen de una cosa que no se compone con ella, sino a la que, por el contrario, descompone. En resumen, se puede distinguir ciertamente entre el vicio y la virtud, entre la buena y la mala acción. Pero la distinción no se refiere al acto mismo o a su imagen («ninguna acción considerada en sí misma es buena o mala»). Tampoco se refiere a la intención, esto es, a la imagen de las consecuencias de la acción. Se refiere únicamente a la determinación, es decir, a la imagen de la cosa con la que se asocia la imagen del acto o, más exactamente, a la relación de dos relaciones, la imagen del acto conforme a su propia relación y la imagen de la cosa conforme a la suya. ¿Queda asociado el acto con la imagen de una cosa cuya relación descompone, o bien con la que compone su propia relación?

 

Si tal es precisamente el punto distintivo, es fácil comprender en qué sentido el mal no es. Pues, desde el punto de vista de la naturaleza o de Dios, se da en todo caso composición de relaciones, y nada mas que composición de relaciones, según leyes eternas. Cuando una idea es adecuada, capta precisamente dos cuerpos, el mío y otro distinto, bajo el aspecto conforme al cual componen sus relaciones («noción común»). Por el contrario, no hay idea adecuada de cuerpos que no convienen, no la hay de un cuerpo que no convenga con el mío en cuanto que no le conviene. En este sentido, el mal, o más bien lo malo, sólo existe en la idea inadecuada y en las afecciones de tristeza que se siguen de ella (odio, cólera, etc.).

 

Pero todavía en este punto la cuestión va a reanimarse. Concedamos, en efecto, que no haya mal desde el punto de vista de las relaciones que se componen siguiendo las leyes de la naturaleza, pero ¿puede decirse lo mismo desde el punto de vista de las esencias que se expresan en estas relaciones? Spinoza reconoce que, si bien los actos y las obras son igualmente perfectos, no lo son los actores, y las esencias no son así igualmente perfectas (XXIII). Y estas mismas esencias singulares no están constituidas del mismo modo en que están compuestas las relaciones individuales. Desde este momento, ¿no existirán esencias singulares asociadas irreductiblemente con lo malo, lo que bastaría para reintroducir la posición de un mal absoluto? ¿No existirán esencias singulares a las que les es propio el acto de envenenar? Blyenbergh plantea así una segunda serie de objeciones; cometer crímenes, matar a los demás o incluso matarse, ¿no serán los actos propios de ciertas esencias? (XXII). ¿No existirán esencias que encuentren en el crimen, en lugar de un veneno, un delicioso alimento?

 

Y la objeción se prosigue pasando del mal de la maldad al mal de la desgracia; pues cada vez que me sucede una desgracia, es decir, cada vez que se descompone una de mis relaciones, este acontecimiento le pertenece a mi esencia incluso si otras relaciones se componen en la naturaleza. Puede serle propio a mi esencia, por lo tanto, perder la vista o convertirme en criminal… (XX y XXII). ¿No habla el mismo Spinoza de las «afecciones de la esencia»? Desde este momento, incluso si se concede que Spinoza ha logrado expulsar el mal del orden de las relaciones individuales, no es seguro que haya conseguido expulsarlo del orden de las esencias singulares, es decir, de singularidades más profundas que aquellas relaciones.

 

A lo que se levanta la sequísima respuesta de Spinoza: si el crimen perteneciese a mi esencia, sería pura y simple virtud (XXIII). Pero, justamente, toda la cuestión se plantea aquí: ¿qué significa pertenecer a la esencia? Lo que pertenece a la esencia es siempre un estado, es decir, una realidad, una perfección que expresa una potencia o poder de afección. Ahora bien, nadie puede ser malvado o desgraciado en función de las afecciones que tiene, sino en función de las afecciones que no tiene. El ciego no puede ser afectado por la luz, ni el malvado por una luz intelectual. Si se le llama malvado o desgraciado no es en función del estado que posee, sino en función de uno que no posee o que ya no posee. Ahora bien, a una esencia no puede per-tenecerle más estado que el suyo, como tampoco puede ser una esencia distinta. «En este momento, sería tan contradictorio que le perteneciese la visión como lo sería si le fuese propia a una piedra… De igual modo, cuando consideramos la naturaleza de un hombre dominado por un bajo apetito sensual, y comparamos este apetito presente en él con el que se encuentra en los hombres de bien o con el que se encontró en el mismo hombre en un momento distinto… este apetito mejor no le es más propio, en el instante considerado, a la naturaleza de este hombre que a la del diablo o la piedra» (XXI). El mal no existe más en el orden de las esencias que en el orden de las relaciones; pues, del mismo modo que nunca consiste en una relación, sino únicamente en una relación entre dos relaciones, el mal jamás se encuentra en un estado o en una esencia, sino en una comparación de estados que equivale, a lo más, a una comparación de esencias.

 

Este punto, sin embargo, es el que Blyenbergh impugna con más fuerza; si bien no estoy autorizado a comparar dos esencias con el fin de reprochar a una de ellas la falta de los poderes propios de la otra (cf. la piedra privada de visión), ¿puede decirse lo mismo si comparo dos estados de una misma esencia cuando hay un paso real de un estado al otro, disminución o desaparición de un poder que antes me pertenecía? «Si me vuelvo más imperfecto de lo que antes era, me habré hecho peor en la medida en que soy menos perfecto» (XX). ¿No supone Spinoza un ins-tantaneísmo de la esencia que hace incomprensibles todo devenir y toda duración? «Según su opinión, sólo pertenece a la esencia de una cosa lo que en el momento considerado se percibe como propio de ella» (XXII). Y es tanto más curioso que Spinoza, cansado de la correspondencia, no responda a Blyenbergh en este punto, cuanto que en la Ética insistirá él mismo en la realidad del paso a una perfección menor: «tristeza». Hay en ella algo que no se reduce ni a la privación de una perfección ni a la comparación entre dos estados de perfección. Hay en la tristeza algo irreductible que no es ni negativo ni extrínseco, un paso vivido y real. Una duración. Hay algo que atestigua una última irreductibilidad de lo «malo»; es la tristeza como disminución de la potencia de acción o del poder de afección, que se manifiesta tanto en la desesperación del infeliz como en los odios del malvado (aun las alegrías de la maldad son reactivas, en el sentido de que dependen estrechamente de la tristeza infligida al enemigo). En vez de negar la existencia de la duración, Spinoza define mediante la duración las variaciones continuas de la existencia, y parece reconocer en ella el último refugio de lo malo.

 

Sólo pertenece a la esencia el estado o la afección. Sólo el estado pertenece a la esencia, en cuanto que expresa una cantidad absoluta de realidad o de perfección que no es posible comparar con la de otros estados. Y sin duda el estado o la afección no solamente expresan una cantidad absoluta de realidad, sino que también envuelven una variación de la potencia de acción, aumento o disminución, alegría o tristeza. Pero esta variación no pertenece como tal a la esencia, pertenece propiamente a la existencia o a la duración y concierne a la génesis del estado en la existencia. Sigue en pie el hecho de que los estados de la esencia son muy diferentes según se produzcan en la existencia conforme a un aumento o a una disminución. Cuando un estado exterior envuelve un aumento de nuestra potencia de acción, se desdobla en un estado distinto que depende de esta misma potencia; así es cómo, afirma Spinoza, la idea de una cosa que conviene con nosotros, que se compone con nosotros, nos lleva a formar la idea adecuada de nosotros mismos y de Dios. Ocurre como si el estado exterior se desdoblara en una felicidad que ya sólo depende de nosotros. Por el contrario, cuando el estado exterior conlleva una disminución, sólo puede encadenarse con otros estados inadecuados y dependientes, a no ser que nuestra potencia haya alcanzado aquél punto en que ya nada puede ponerla en peligro. En pocas palabras, los estados de la esencia son siempre tan perfectos como pueden serlo, pero difieren según su ley de producción en la existencia; expresan en la esencia una cantidad absoluta de realidad, pero que corresponde a la variación que conlleva en la existencia.

 

En este y no otro sentido es la existencia una prueba. Pero se trata de una prueba física y química, de una experimentación que es lo opuesto a un juicio. Por esta razón toda la correspondencia con Blyenbergh trata del tema del juicio de Dios; ¿posee Dios un entendimiento, una voluntad, pasiones que hagan de él un juez conforme al Bien y al Mal? En realidad únicamente por nosotros mismos somos juzgados, y conforme a nuestros estados. La prueba físico-química de los estados constituye la Ética en oposición al juicio moral. La esencia, nuestra esencia singular, lejos de ser instantánea, es eterna. Lo que ocurre es que la eternidad de la esencia no es posterior a la existencia en la duración, es estrictamente contemporánea, coexistente con ella.

 

La esencia eterna y singular es nuestra propia parte intensa que se expresa en una relación en cuanto verdad eterna, y la existencia es el conjunto de las partes extensivas que nos son propias conforme a esta relación en el tiempo. Si durante nuestra existencia hemos sabido componer estas partes aumentando nuestro poder de acción, experimentaremos por este mismo hecho una gran cantidad correspondiente de afecciones que sólo dependen de nosotros mismos, es decir, de nuestra parte intensa. Si, por el contrario, nos hemos aplicado a destruir o descomponer nuestras propias partes y las ajenas, nuestra parte intensa o eterna, nuestra parte esencial no tiene ni puede tener más que un número muy exiguo de afecciones que procedan de sí misma, ninguna felicidad que de ella dependa. Tal es entonces la diferencia final entre el hombre bueno y el hombre malo: el hombre bueno, o fuerte, es el que existe tan plena o intensamente que ha conquistado en vida la eternidad, aquel para quien la muerte, siempre extensiva y exterior, poca cosa significa. La prueba ética es así lo contrario del juicio diferido; en lugar de restablecer un orden moral, ratifica en lo inmediato el orden inmanente de las esencias y de sus estados. En lugar de una síntesis distribuidora de recompensas y castigos, la prueba ética se conforma con analizar nuestra composición química (prueba del oro o de la arcilla).

 

Tres son nuestros componentes: 1.° nuestra esencia singular y eterna; 2.° nuestras relaciones características (de movimiento y de reposo), o nuestros poderes de afección, que también son verdades eternas; 3.° las partes extensivas que definen nuestra existencia en la duración, y que pertenecen a nuestra esencia como la realización de esta o aquella relación propia (al igual que las afecciones exteriores que satisfacen nuestro poder de afección). Sólo se da lo malo en el nivel de este último estrato de la naturaleza. Lo malo tiene lugar cuando circunstancias exteriores determinan que las partes extensivas que nos son propias conforme a una relación entren en relaciones distintas; o bien cuando se nos echa encima una afección que excede nuestra capacidad para ser afectados. Entonces decimos que se ha descompuesto nuestra relación, o que nuestro poder de afección ha sido destruido. Pero, de hecho, sólo ocurre que nuestra relación ya no es realizada por las partes extensivas, o nuestro poder por las afecciones exteriores, sin que por ello pierdan en nada su carácter de verdades eternas. Todo aquello a lo que llamamos malo es estrictamente necesario, y sin embargo nos llega del exterior; tal es la necesidad del accidente. La muerte es tanto más necesaria cuanto que siempre nos llega del exterior. En principio, hay una duración media de la existencia; para una relación dada hay una duración media de realización. Pero, además, los accidentes y las afecciones externas pueden en cada momento interrumpir la realización. Es su necesidad la que nos lleva a creer que la muerte es de carácter interno. Pero, de hecho, las destrucciones y descomposiciones no conciernen ni a nuestras relaciones en sí mismas ni a nuestra esencia. Sólo conciernen a las partes extensivas que nos pertenecen provisionalmente, a las que ahora se hace entrar en relaciones distintas a las nuestras. Por esta razón, la Ética, en el libro IV, concede tanta importancia a los fenómenos aparentes de destrucción de sí mismo; de hecho, siempre se trata de un grupo de partes a las que se hace entrar en otras relaciones, comportándose desde ese momento como cuerpos extraños. Así sucede en las llamadas «enfermedades autoinmunes»; un grupo de células cuya relación ha perturbado un agente exterior del tipo virus será luego destruido por nuestro sistema característico (inmunitario). O, inversamente, en el suicidio; en este caso, es el grupo perturbado el que toma el poder y, conforme a su nueva relación, induce a nuestras otras partes a dejar en la estacada a nuestro sistema característico («causas exteriores de las que nada sabemos afectan al cuerpo de modo tal que se asume una naturaleza distinta y contraria a la primera…»). De donde el modelo universal del envenenamiento, de la intoxicación, tan grato a Spinoza.

 

Es verdad que nuestras partes extensivas y afecciones exteriores pertenecen a nuestra esencia como realización de una de las relaciones propias. Pero no «constituyen» ni esta relación ni esta esencia. Más aún, pertenecer a la esencia se dice en dos sentidos. «Afección de la esencia» debe entenderse en principio de modo sólo objetivo; la afección no depende de nuestra esencia, sino de causas exteriores que actúan en la existencia. Ahora bien, tales afecciones ora inhiben o ponen en peligro la realización de nuestras relaciones (tristeza como disminución de la potencia de acción), ora la confortan y refuerzan (alegría como aumento). Y sólo es en este último caso cuando la afección exterior o «pasiva» se desdobla en una afección activa que, ésta sí, depende formalmente de nuestra potencia de acción y es interior a nuestra esencia, constitutiva de nuestra esencia; alegría activa, autoafección de la esencia por la esencia, de tal manera que el genitivo se vuelve ahora autónomo y causal. Pertenecer a la esencia adquiere un nuevo sentido que excluye el mal y lo malo. No se trata de que hayamos desde este momento quedado reducidos a nuestra propia esencia; al contrario, estas afecciones internas, inmunitarias, son las formas gracias a las que se alcanza la conciencia de sí, de Dios y de las demás cosas, interior y eternamente, esencialmente (tercer tipo de conocimiento, intuición). Ahora bien, cuanto más nos elevamos durante nuestra existencia a estas autoafecciones, menos cosas perdemos al perder la existencia, al morir o incluso al sufrir, y tanto mejor podremos afirmar efectivamente que no había mal, o que nada o muy poco de malo pertenecía a la esencia.

 

Spinoza alega en efecto una variación-inversamente proporcional: cuantas más inadecuadas y tristes, mayor es relativamente la parte de nosotros que muere; por el contrario, cuantas más ideas adecuadas y alegrías activas tenemos, mayor es «la parte que persiste y permanece indemne; y menor es la parte que muere y a la que lo malo afecta (cf. Ética, V, 38-40; estas proposiciones sobre las dos partes del alma son de lo más esencial del libro V. Gracias a ellas, Spinoza podría responder a la objeción que Blyenbergh le hace, en su última carta, acerca de la existencia de «partes del alma»).

Tomado del portal BLOGHEMIA


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