El nuevo orden de Libia

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Doce años después del levantamiento de 2011 contra Gadafi, la revolución libia hace tiempo que se comió a los suyos. El fervor revolucionario inicial se ha desvanecido, pero los remanentes del antiguo régimen han regresado aliándose con los nuevos actores armados.

Libia: el reto de reconstruir un Estado fallido

Durante años, cada vez que visitaba Trípoli, los combates arreciaban o se vislumbraba el siguiente asalto en el horizonte. El gobierno de Trípoli, reconocido internacionalmente pero impotente, contemplaba cómo los grupos armados se disputaban la influencia en la capital y cómo el señor de la guerra Jalifa Haftar, extendía su poder por el este, el centro y el sur de Libia, a menudo por medios extraordinariamente violentos. Sin embargo, en la visita realizada el pasado noviembre, el ambiente había cambiado. El país seguía dividido entre administraciones rivales, con potencias extranjeras en competencia por hacerse con sus respectivas esferas de influencia, pero a un nivel más profundo, las luchas de la última década parecían haber alcanzado su madurez. Los suministros y los ingresos del petróleo atravesaban ahora las líneas políticas divisorias y de una multitud de facciones había empezado a surgir un elenco de líderes de milicias victoriosos, de especuladores de guerra y de políticos corruptos, esto es, los ingredientes de una futura clase dominante.

La creación de esta nueva élite ha sido tanto el resultado acumulado de innumerables actos de violencia, como una consecuencia imprevista del fracaso de los esfuerzos de pacificación efectuados bajo la égida de la ONU. Sin embargo, el catalizador más inmediato de la calma reinante en Trípoli este invierno fueron los enfrentamientos del verano de 2022. Las tensiones entre las dos coaliciones de milicias opuestas se habían ido acumulando durante meses, impulsadas por la lucha de poder librada entre los dos gobiernos centrales rivales. La administración en funciones de Trípoli, dirigida por Abdelhamid Dabeiba, compinche del régimen de Gadafi, había tomado posesión como Gobierno de Unidad Nacional (GUN) respaldado por la ONU en marzo de 2021. Pero muy pronto la fachada de unidad se desmoronó.

Las elecciones previstas para el pasado mes de diciembre se cancelaron, ya que los principales candidatos presidenciales, entre ellos Jalifa Haftar, contestaron el derecho de los otros contendientes a gobernar. Haftar acabó apoyando a su antiguo oponente, Fathi Bashagha, que recibió el mandato por parte del parlamento con sede en el este de formar un nuevo gobierno en febrero de 2022. Pero Dabeiba, que impugnaba la legalidad del gobierno de Bashagha, se negó a ceder el poder. A lo largo de la primavera de 2022, los dos primeros ministros compitieron por el apoyo de los grupos armados de la zona metropolitana de Trípoli con promesas de puestos y pagos.

El enfrentamiento decisivo se produjo finalmente en agosto, cuando dos milicias de Trípoli actuaron preventivamente contra grupos rivales de los que sospechaban que conspiraban para instalar a Bashagha. Una de las milicias, conocida como el Aparato de Apoyo a la Estabilidad, dirigida por Abdelghani al-Kikli, había apoyado inicialmente a Bashagha, pero se convirtió en su más feroz oponente después de que éste ignorara los deseos de Kikli en su elección como ministro del Interior. La otra, un poderoso grupo salafista que se autodenomina Aparato de Disuasión, había mantenido hasta ahora en la opacidad su posición en la lucha por el poder, pero sus vínculos con la Brigada Nawasi, una milicia que se había convertido en el principal defensor de Bashagha en Trípoli, llevó a muchos a creer que acabaría apoyándole. Un hombre de negocios con estrechos vínculos con los líderes de la Brigada Nawasi me dijo que «esta estaba segura de que el Aparato de Disuasión les cubría las espaldas, hasta el último minuto».

Las Fuerzas Armadas Árabes Libias de Haftar son esencialmente una empresa familiar, estando las unidades más fuertes dirigidas por sus hijos y su familia política

El 27 de agosto el Aparato de Disuasión se hizo repentinamente con el control de las bases de la Brigada Nawasi, mientras Kikli lanzaba ataques contra otras fuerzas supuestamente en connivencia con Bashagha. A continuación, diversos ataques con drones, que según la opinión general fueron llevados a cabo por Turquía, país que ha mantenido una presencia militar en el oeste de Libia desde la guerra civil de 2019-2020, impidieron que los grupos partidarios de Bashagha en las afueras de Trípoli sacaran de apuros a sus aliados asediados. El día terminó con la expulsión de la Trípoli de la Brigada Nawasi y de varios grupos armados menores, ya que gran parte de la ciudad cayó bajo el control de solo dos milicias: el Aparato de Disuasión y el Aparato de Apoyo a la Estabilidad de Kikli. El primero controla ahora el único aeropuerto y el único puerto en funcionamiento de la capital, así como los distritos que albergan las principales instituciones gubernamentales. Kikli controla parte del centro de Trípoli y amplias franjas del sur de la ciudad, incluido su barrio más populoso.

Hay quien podría considerar este episodio como una escaramuza más en un interminable conflicto entre las cambiantes alianzas armadas de Trípoli. Y puede que así sea. Pero también hay una tendencia más amplia en juego. A lo largo de los años, estos repetidos enfrentamientos han afianzado el poder de varias temibles milicias, que se han profesionalizado cada vez más al tiempo que ampliaban gradualmente su territorio. La Libia posterior a Gadafi ofrecía unas condiciones excepcionalmente favorables para estos grupos, la mayoría de los cuales operan como fuerzas de seguridad oficiales y disfrutan de una generosa financiación estatal.

Al principio, estas organizaciones eran revoltosas, díscolas y poco ambiciosas, propensas a las escisiones y a las pequeñas rivalidades internas. Sin embargo, con el tiempo han desarrollado estructuras de liderazgo centralizadas y han absorbido un número cada vez mayor de oficiales militares y de inteligencia procedentes del antiguo régimen. El resultado ha sido la consolidación de un panorama de milicias que, sólo en Trípoli, contaba inicialmente con docenas de grupos armados diferentes.

La consolidación en Trípoli estuvo precedida por la expansión de la campaña militar de Haftar. Haftar comenzó en 2014 con una variopinta alianza de grupos armados, pero con el sólido apoyo exterior de Egipto, Francia, Emiratos Árabes Unidos y Rusia fue creando fuerzas propias. Sus Fuerzas Armadas Árabes Libias son esencialmente una empresa familiar, estando las unidades más fuertes dirigidas por sus hijos y su familia política, y se hallan financiadas por diversas actividades ilícitas que el clan Haftar ha monopolizado con éxito.

Quizá el signo más claro de que las milicias libias occidentales también están alcanzando ahora la mayoría de edad sea el papel abiertamente político que han empezado a desempeñar. Hasta la formación del gobierno de Dabeiba, los grupos armados se contentaban principalmente con ejercer influencia política entre bastidores. Dejaban que los políticos se sentaran a la mesa de negociaciones y luego presionaban a los altos cargos recién designados para que nombraran a los ministros de su elección. Los aliados y clientes de los grupos armados llegaron a operar en todos los niveles de la administración, formando redes clientelares arraigadas.

Sin embargo, al ser cortejados por Dabeiba y Bashagha, los líderes de las milicias libias occidentales asumieron un papel totalmente distinto. Empezaron a reunirse con los hijos de Jalifa Haftar, Saddam y Belgasem, para negociar las condiciones de una toma del poder por parte de Bashagha o de un mandato de Dabeiba. Los participantes en estas reuniones me hablaron de sus conversaciones detalladas con Belgasem Haftar en mayo de 2022 sobre el marco constitucional apto para que las elecciones resolvieran la situación de estancamiento existente entre los dos gobiernos. Desde entonces se han celebrado varias reuniones similares y, aunque no han dado lugar a ningún acuerdo, reflejan la trayectoria política general del país. Antes, pocos líderes de las milicias tenían un control suficientemente centralizado sobre sus grupos como para entablar negociaciones controvertidas sin enfrentarse a desafíos internos. Ahora, son lo bastante poderosos como para hablar con adversarios vilipendiados durante mucho tiempo.

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Doce años después del levantamiento de 2011 contra Gadafi, la revolución libia hace tiempo que se comió a los suyos. El fervor revolucionario inicial se ha desvanecido en un recuerdo lejano, pero los remanentes del antiguo régimen han regresado aliándose con los nuevos parvenus armados, un proceso personificado por el nombramiento de Dabeiba como primer ministro. (Hacia el final de la era Gadafi, Dabeiba había adquirido una riqueza espectacular al frente de una empresa constructora del sector público).

Las compras del Estado constituyen un mercado importante que crea infinitas oportunidades de malversación para quienes pueden mover las palancas administrativas

En la última década, esta clase dominante en ciernes, compuesta por funcionarios del Estado, hombres de negocios y líderes de las milicias, se ha convertido en experta en el enriquecimiento ilícito. El contrabando y el tráfico de drogas o la detención de migrantes con destino a Europa son prácticas lucrativas. Sin embargo, palidecen en comparación con los beneficios de defraudar al propio Estado. Las milicias que controlan la infraestructura energética —sobre todo Haftar, cuyas fuerzas controlan la mayoría de los yacimientos y puertos petrolíferos— han cerrado en repetidas ocasiones las exportaciones para extorsionar grandes sumas al gobierno de Trípoli. Sin embargo, con más frecuencia, los ingresos del petróleo han ido a parar al Banco Central de Trípoli, apuntalando una economía que depende casi totalmente de ellos (Libia tiene las mayores reservas probadas de petróleo de África). El Estado libio emplea actualmente a más de dos tercios de la población en edad de trabajar del país. Las compras del Estado constituyen un mercado importante —medicinas, vehículos, contratos de restauración y construcción— que crea infinitas oportunidades de malversación para quienes pueden mover las palancas administrativas. El resultado ha sido el pillaje a gran escala y la decadencia de los servicios públicos.

Es de suponer que gran parte de los beneficios de estas transacciones van a parar a cuentas bancarias localizadas en el extranjero, pero los especuladores de la guerra libia están convirtiendo cada vez más su nueva riqueza en activos tangibles localizados en el país, preparándose así para reinvertir su capital más allá de la fase actual del conflicto. Algunos lo hacen abiertamente, pero muchos utilizan representantes, tanto para reducir su exposición como para crear redes de patrocinio. El sector inmobiliario es el objetivo más popular. En Trípoli los familiares del primer ministro Dabeiba están utilizando testaferros para comprar propiedades en el lujoso distrito de Hay al-Andalus, según los residentes locales. En las ciudades costeras de Zawiya y Sabratha, los líderes de las milicias poseen complejos turísticos al borde del mar, cafeterías y clínicas privadas, entre otros bienes. Y en Bengasi, los comandantes de las fuerzas de Haftar han acumulado propiedades en parte confiscando las viviendas de supuestos «terroristas» a los que desplazaron por la fuerza.

El nuevo centro comercial de la ciudad es propiedad oficial de un hombre de negocios que tiene fama de haberse enriquecido con el contrabando de drogas y mantiene estrechos vínculos con Sadam, el hijo de Haftar. (El pasado otoño publicó vídeos en los que aparecía comprando un halcón de caza al precio récord de un millón de dólares, disparando al aire para celebrar su adquisición y regalando después el ave a Sadam). El propio Sadam controla informalmente un banco privado con sede en Bengasi, que ha utilizado para financiar una nueva compañía aérea privada, Berniq Airways. Su equivalente en Libia occidental es Medsky, lanzada en 2022 por Mohamed Taher Issa, un empresario de Misrata que saltó a la fama al beneficiarse del acceso privilegiado a divisas al tipo de cambio oficial durante los peores años de la crisis económica de 2010.

Adquirir y proteger tales activos requiere influencia sobre los organismos estatales y, en diversos grados, capacidad para ejercer la coerción. El poder de fuego también sirve como elemento disuasorio frente a posibles enjuiciamientos. Como tales, estas inversiones no sólo reflejan la confianza de los nuevos gobernantes de Libia, sino que también están contribuyendo a cimentar un panorama de seguridad fragmentado en feudos controlados por las respectivas milicias.

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El brutal nuevo orden imperante en Libia está surgiendo en medio del estancamiento y no a partir de un acuerdo. Durante la guerra de 2019-2020 en torno a Trípoli, las potencias enfrentadas invitaron a actores extranjeros a intervenir en el país, cuya presencia ha evitado en general grandes estallidos de enfrentamientos desde la derrota de Haftar. Turquía, que apoyó al gobierno de Trípoli contra Haftar, ha establecido bases militares en el oeste de Libia y, por lo tanto, se halla en condiciones de disuadir a Haftar mientras utiliza sus drones para determinar efectivamente qué facción libia occidental gobierna en Trípoli. Mientras tanto, el Grupo Wagner, ligado a Rusia, que luchó a favor de Haftar, mantiene una serie de bases que recorren Libia desde Sirte, en la costa, hasta el extremo sur.

En la actualidad, Haftar no puede contar ni con drones emiratíes ni con petrodólares para iniciar una nueva guerra, mientras que Egipto sigue muy endeudado

La coyuntura geopolítica actual es desfavorable para la reanudación de la guerra civil. Durante la ofensiva de Haftar sobre Trípoli, sus aliados emiratíes y egipcios habían librado una guerra por delegación contra sus rivales regionales Turquía y Qatar. Pero desde que terminó el conflicto, tanto Turquía como Qatar han estrechado lazos con sus adversarios regionales. En la actualidad, Haftar no puede contar ni con drones emiratíes ni con petrodólares para iniciar una nueva guerra, mientras que Egipto sigue muy endeudado. El Grupo Wagner retiró parte de su modesto contingente de Libia tras el estallido de la guerra en Ucrania, y Rusia sigue demasiado empantanada para apoyar una nueva ofensiva. Turquía tampoco está dispuesta a entrar en una confrontación directa, ya que ello pondría en peligro la cooperación con Rusia en otras cuestiones vitales. Esta constelación de prioridades y lealtades está, sin duda, sujeta a cambios, pero por el momento los ambiciosos señores de la guerra libios tienen las manos atadas.

Las vías políticas para salir del estancamiento están igualmente bloqueadas. Los sucesivos planes internacionales para negociar gobiernos de unidad transitorios y allanar el camino a las elecciones produjeron gobiernos secuestrados por pequeñas camarillas y decididas a permanecer en el poder indefinidamente. Desde que fracasó el último intento de celebrar elecciones en 2021, los gobiernos occidentales y la ONU han reiterado que las elecciones son la única salida a la crisis. Sin embargo, en privado, muchos diplomáticos occidentales admiten que no creen que se vaya a celebrarse a corto plazo.

Los obstáculos para la celebración de elecciones son formidables. Los principales actores libios y extranjeros —Haftar, Egipto, Francia— insisten en introducir un sistema presidencial. Pero, al igual que otros candidatos mayores, Haftar únicamente desea elecciones presidenciales, si puede sesgar el marco legal a su favor, excluyendo a los competidores más populares. En última instancia, ninguna de las facciones libias quiere arriesgarse a que un presidente hostil monopolice la autoridad ejecutiva. E incluso las elecciones parlamentarias requieren la aprobación de nuevas leyes por parte de los dos órganos legislativos rivales, cuyas mayorías se han confabulado hasta ahora para rechazar cualquier propuesta con el fin de conservar sus escaños.

Queda por constatar si los libios están presenciando los contornos de un futuro acuerdo entre la nueva oligarquía o bien están asistiendo al preludio de un conflicto separatista una vez que Haftar abandoné la escena

Mientras los diplomáticos internacionales dedican su tiempo a debatir sus soluciones preferidas en una serie interminable de reuniones, la naciente élite libia está creando una nueva realidad sobre el terreno. Paradójicamente, la diplomacia extranjera ha contribuido a lo que podría ser la pieza central de un futuro acuerdo entre los señores de la guerra libios en lugar de una hoja de ruta para celebrar unas elecciones justas. Los diplomáticos de la ONU y Estados Unidos presionaron repetidamente a Dabeiba para que transfiriera fondos para salarios a las fuerzas de Haftar, incluso cuando éste se negó a facilitar información sobre los beneficiarios de los mismos. En la actualidad, el gobierno de Dabeiba realiza estos pagos mensualmente de forma rutinaria. Otro acuerdo ha vinculado a Dabeiba y Haftar desde el verano de 2022, cuando el primero nombró a un designado por Haftar como jefe de la Corporación Nacional del Petróleo de Libia (NOC) a cambio de que Haftar levantara su bloqueo parcial de las exportaciones de petróleo. Ese puesto ha resultado tanto más importante cuanto que las autoridades de Trípoli asignaron el año pasado un «presupuesto excepcional» de 7 millardos de dólares a la NOC.

Estos acuerdos aún no constituyen un pacto. Haftar, que hace tiempo que lo quiere todo, sigue queriendo más, mucho más de lo que Dabeiba puede darle sin enemistarse con los grupos armados libios occidentales. Haftar sigue utilizando la existencia del gobierno de Bashagha para presionar a Dabeiba y abrir mecanismos de financiación paralelos obligando a los bancos con sede en el este de Libia a acumular deudas. Un corolario de esta táctica es el afianzamiento de la división institucional entre el este y el oeste del país.

Así pues, queda por constatar si los libios están presenciando los contornos de un futuro acuerdo entre la nueva oligarquía o bien están asistiendo al preludio de un conflicto separatista una vez que Haftar, que cumple 80 años en 2023, abandoné la escena. Haftar ha construido su coalición sobre la promesa de hacerse con el poder absoluto y actualmente trata de impedir el auge de sentimientos secesionistas en el este. No está claro si sus hijos lograrán mantener el control tras su muerte o incluso si permanecerán unidos. En el oeste de Libia también es probable que se produzcan nuevas turbulencias; de hecho, parece una característica inherente al orden emergente. Fuera de Trípoli, la consolidación de las milicias aún no ha llegado a su fin y Dabeiba puede tropezar mientras hace malabarismos con las demandas de los grupos armados. Pero una cosa está clara: los intereses creados forjados durante años de conflicto están ahí para quedarse.


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