La sociedad deshumanizada | por Erich Fromm

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“La esperanza es paradójica. Tener esperanza significa estar listo en todo momento para lo que todavía no nace, pero sin llegar a desesperarse si el nacimiento no ocurre en el lapso de nuestra vida.”

Erich Fromm 

                                    

 

 

Texto del psiquiatra y psicólogo social, Erich Fromm, publicado por primera vez en el libro “La revolución de la esperanza” 

 

 

 

 

 

 

Por: Erich Fromm 

 

¿Qué clase de sociedad y qué tipo de hombre habremos de encontrar en el año 2000, suponiendo que la guerra nuclear no haya destruido a la raza humana antes de entonces?

 

Si la gente supiera el curso probable que tomará la sociedad estadounidense, gran parte de ella, por no decir la gran mayoría, se horrorizaría a tal grado que adoptaría las medidas adecuadas para que pudiera alterarse ese curso. Pero si la gente no se da cuenta de la dirección en que marcha, despertará cuando sea ya demasiado tarde y su destino haya sido sellado irrevocablemente. Por desgracia, la vasta mayoría no se percata del camino por donde va, ni de que la nueva sociedad hacia la que avanza es tan radicalmente diferente de las sociedades griega y romana, la medieval y la industrial tradicional como lo fue la sociedad agrícola de la de los recolectores de alimentos y de los cazadores. La mayor parte de los individuos todavía piensan a través de los conceptos pertenecientes a la sociedad de la primera Revolución Industrial. Ellos advierten que tenemos máquinas mejores y en mayor número que las que el hombre pudo tener hace cincuenta años y ven en esto un progreso. Creen también que la ausencia de opresión política directa es una manifestación de la conquista de la libertad personal. Su visión del año 2000 se identifica con la plena realización de las aspiraciones que el hombre tiene desde el término de la Edad Media, y no se dan cuenta de que el año 2000 puede no ser la culminación rotunda y feliz de un periodo en que el hombre luchó por la libertad y la felicidad, sino el principio de una era en la que el hombre cese de ser humano y se transforme en una máquina sin sentimientos y sin ideas.

 

Es interesante observar que los peligros de la nueva sociedad deshumanizada fueron vistos ya con nitidez por espíritus intuitivos del siglo pasado en una forma impresionante, espíritus que, por cierto, militaron en campos políticos opuestos.

 

Un conservador como Disraeli y un socialista como Marx estaban prácticamente de acuerdo en cuanto al peligro que el hombre correría por el crecimiento incontrolable de la producción y el consumo. Ambos percibieron la forma en que el hombre se debilitaría al volverse esclavo de la máquina y a causa del constante aumento de su codicia. Disraeli creyó que podría hallarse la solución a esto refrenando el poder de la nueva burguesía. Marx pensó que una sociedad altamente industrializada podría convertirse en una sociedad humanizada, en la cual el hombre, y no los bienes materiales, sería la meta de todos los esfuerzos sociales.21 Uno de los pensadores progresistas más brillantes del siglo XIX, John Stuart Mill, captó el problema con toda claridad:

 

“Confieso que no me seduce el ideal de vida que defienden aquellos que piensan que el estado normal de los seres humanos es luchar por estar adelante; y que el pisotear, el empujar, el abrirse camino a codazos y el pisarse los talones, que constituyen el tipo actual de vida social, sean el destino más deseable para el género humano, no siendo otra cosa que los síntomas desagradables de una de las fases del progreso industrial… Más conveniente, a decir verdad, es que en tanto que la riqueza sea poder y hacerse lo más rico posible el objeto universal de la ambición, el camino para obtenerla debe estar abierto para todos, sin favoritismo ni parcialidad. Pero el mejor estado para la naturaleza humana es aquel en que, en tanto nadie es pobre, nadie desea ser más rico ni tiene motivo alguno para temer que lo desplacen los esfuerzos de otros por ponerse a la delantera”

 

Parecería que algunas mentes notables de la centuria pasada percibieron lo que ocurriría hoy o mañana; en cambio, nosotros, a quienes esto les está ocurriendo, permanecemos ciegos a fin de no perturbar nuestra diaria rutina. Parece también que liberales y conservadores se hallan en este respecto igualmente ciegos. Únicamente unos pocos escritores de visión son quienes han percibido con claridad el monstruo que estamos trayendo al mundo. Y no se trata del Leviatán de Hobbes, sino de un Moloch, el ídolo que todo lo destruye, al cual habrá de ser sacrificada la vida humana. Este Moloch ha sido descrito con la mayor imaginación por Orwell y Huxley, y por cierto número de escritores de ficción científica, quienes han demostrado poseer una perspicacia más elevada que muchos sociólogos y psicólogos profesionales.

 

He citado antes la descripción de Brzezinski de la sociedad tecnotrónica, pero quiero añadir ahora lo que sigue:

 

“El disidente intelectual orientado ampliamente por el humanismo, ocasionalmente inclinado a lo ideológico… está siendo desplazado rápidamente por expertos y especialistas… o por integradores generalizadores, quienes vienen a ser, en efecto, ideólogos caseros para aquellos que están en el poder al suministrarles una completa integración intelectual para llevar a cabo acciones dispares.”

 

Un cuadro de la nueva sociedad profundo y brillante ha sido trazado recientemente por Lewis Mumford, uno de los humanistas más eminentes de nuestra época. Los futuros historiadores, si los hay, juzgarán su obra como una de las advertencias proféticas de nuestro tiempo. Mumford da una nueva perspectiva y profundidad al futuro analizando sus raíces hundidas en el pasado. Al fenómeno central, tal como él lo ve, que conecta el pasado con el futuro lo llama la “megamáquina”.

 

La “megamáquina” es el sistema social totalmente organizado y homogeneizado en el que la sociedad como tal funciona como una máquina y los hombres como sus partes. Este tipo de organización a causa de su total coordinación, del “constante aumento del orden, del poder, de la predictibilidad y, ante todo, del control”, obtuvo resultados técnicos casi milagrosos en las primeras megamáquinas como la sociedad egipcia y la mesopotámica, y tendrá su más plena expresión —con ayuda de la moderna tecnología— en la sociedad tecnológica del futuro.

 

El concepto mumfordiano de megamáquina ayuda a clarificar ciertos fenómenos recientes. La primera vez que se haya utilizado en gran escala la megamáquina en los tiempos modernos fue, a mi parecer, en el sistema de industrialización estalinista y, posteriormente, en el sistema empleado por la China comunista. Mientras Lenin y Trotsky tenían la esperanza de que la Revolución llevaría finalmente al dominio de la sociedad por el individuo, como Marx lo había previsto, Stalin traicionó cuanto pudo haber quedado de esa esperanza y selló su traición liquidando físicamente a todos aquellos en quienes la esperanza no se había extinguido completamente. Stalin pudo construir su megamáquina en el corazón de un sector industrial bien desarrollado, aun cuando era bastante inferior a los de países como Inglaterra o Estados Unidos. Los líderes comunistas chinos se encontraron, en cambio, ante una situación diferente, pues no podían hablar de ningún núcleo industrial. El único capital con que contaban era la energía física y las pasiones y pensamientos de 700 millones de individuos. Ellos decidieron, sin embargo, que mediante la coordinación absoluta de este material humano podían crear el equivalente de la acumulación original de capital que requerirían para conseguir un desarrollo técnico que, en un tiempo relativamente corto, alcanzara el nivel del de Occidente. Dicha coordinación total habría de obtenerse por medio de una mezcla de fuerza, culto a la personalidad e indoctrinación, que se halla en contraste con la libertad y el individualismo que Marx había previsto como los elementos esenciales de una sociedad socialista. No obstante, no debe olvidarse que los ideales de sobrepasar el egoísmo privado y el consumo máximo han continuado siendo elementos del sistema chino, al menos hasta ahora, aunque combinados con totalitarismo, nacionalismo y control del pensamiento, viciando en esta forma la visión humanista de Marx.

 

La aprehensión de esta brecha radical entre la primera fase de la industrialización y la segunda Revolución Industrial, en la cual la sociedad misma llega a ser una gran máquina de la que el hombre es apenas una partícula viviente, se halla oscurecida por ciertas diferencias importantes entre la megamáquina de Egipto y la del siglo xx. Primero que nada, el trabajo de las partes vivas de la máquina egipcia era un trabajo forzado. La cruda amenaza de la muerte o la inanición obligaba al trabajador egipcio a cumplir su labor. Hoy, en nuestro siglo xx, el trabajador de los países industriales más desarrollados, tal como Estados Unidos, goza de una vida de comodidades, una vida que habría parecido a sus ancestros que trabajaban hace cien años una vida de lujos jamás soñada. Ha participado en el progreso económico de la sociedad capitalista —aquí radica uno de los errores de Marx—, se ha beneficiado de él, y tiene, en realidad, bastante más que perder que sus cadenas

 

La burocracia que dirige el trabajo es muy diferente de la élite burocrática de la antigua megamáquina. La actual guía su vida en mayor o menor grado por las mismas virtudes pertenecientes a la clase media que son válidas para el trabajador; y a pesar de que sus miembros están mejor pagados que éste, la diferencia en cuanto al consumo es cuantitativa más bien que cualitativa. Empresarios y trabajadores fuman los mismos cigarrillos y viajan en autos iguales en apariencia, aun cuando los de mayor calidad corran más suavemente que los más baratos. Acuden a los mismos cines y ven los mismos programas de televisión, y sus mujeres usan los mismos refrigeradores.

 

La élite directiva difiere asimismo en otro punto respecto de la antigua: es justo un apéndice de la máquina en igual grado que aquellos a quienes dirige. Y vive tan enajenada, o tal vez más; tan ansiosa, o quizá más, como el trabajador de alguna de sus fábricas. Sus miembros se aburren, como cualquier otro individuo, y emplean los mismos antídotos contra el aburrimiento. No son como los de la élite antigua: un grupo creador de cultura. Aunque gastan buena parte de su dinero en promover la ciencia y el arte, como clase resultan tan consumidores de este “bienestar cultural” como los que la reciben. El grupo creador de cultura vive al margen de esto. Son científicos y artistas igualmente creativos, pero hasta ahora parece que la flor más bella de la sociedad del siglo xx crece en el árbol de la ciencia y no en el del arte.

Tomado del portal BLOGHEMIA

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