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Por: Javier García Salcedo (@paterdoloroso)

Después de digerir algunas opiniones publicadas a raíz de la suspensión de Trump de los confines del Twitterespacio, me quedo con las siguientes reflexiones.

En primer lugar, la eliminación de las cuentas “problemáticas” de la plataforma es un asunto discrecional de Twitter. La Primera Enmienda no aplica aquí porque, como se ha dicho seguidas veces, ésta no contempla las relaciones que un agente privado como Twitter pueda establecer con el comercio de ideas de sus usuarios. Twitter no está bajo ninguna obligación legal de prestar sus servicios a los usuarios que considere violan sus políticas de uso, ya sea Pepita Pérez o Donald Trump.

(Esto difícilmente sorprende. Twitter no habría realizado una acción de la significancia que tuvo suspender la cuenta personal del presidente de los Estados Unidos sin haber recibido antes una asesoría legal de primer nivel.)

Pero más allá de la cuestión jurídica, la suspensión de @realdonaldtrump tiene obviamente una significación ética, social y política. Pone de relieve, por ejemplo, la magnitud del poder que ha adquirido un ente privado sobre el debate político global. También hace manifiesto que Twitter es el proveedor de un servicio en el que muchos usuarios perciben un interés público, y que en esta suerte de ágora universal la posesión de una cuenta se asemeja a la posesión de un certificado de ciudadanía digital que nos da el derecho y la libertad de opinar a placer. ¡Una cuenta, una voz!

Tener un outlet como Twitter para ventilar nuestras opiniones y conocer y evaluar las de los demás es algo deseable, sin duda, pero esto no significa que sea deseable también que estos outlets sean usados para promover conductas insidiosas. Aunque desafortunada, la regulación del derecho a la libre expresión es una tarea necesaria, ya sea en Twitter o en la plaza pública. Y aunque esta regulación no genere muchas simpatías, tampoco se puede decir que cuente con muchos detractores. Mill, por ejemplo, uno de los adalides del naciente liberalismo del siglo XIX, advierte en un párrafo famoso de Sobre la libertad que es legítimo coartar el derecho a la libre expresión en aquellas ocasiones en las que su implementación pone en riesgo o perjudica a terceros. Incluso Nozick, el (por un tiempo) campeón y referencia obligada de cualquier libertario, concedió en The Examined Life (1989) que el derecho a la libre expresión y asociación podía ser justificadamente restringido por consideraciones de carácter social, desdiciendo así lo que había mantenido décadas atrás en su influyente Anarquía, estado y utopía.

Por estas razones, la cuestión interesante que deja abierta la suspensión de Trump de Twitter no me parece ser si esta compañía podía censurarlo, ni si su comportamiento era motivo suficiente para que Twitter tomara esa medida. Ambas preguntas, a mi juicio, deben ser respondidas de manera afirmativa, al margen de si los trinos que publicó el 6 de enero eran o no ofensivos o dañinos. Pretender saldar el caso contra Trump únicamente con base en el contenido de esos trinos me parece reduccionista, no sólo porque con ello se pone entre paréntesis un récord extenso de publicaciones misóginas y racistas, sino porque pasa bajo silencio el contexto atípico en el que fueron publicados. Al fin de cuentas, no todos los días sucede que el presidente de Estados Unidos exhorte a una multitud a dirigirse al Capitolio y exigir por la fuerza la anulación de una elección presidencial doméstica. Y quizá no sobre recordar aquí que, como consecuencia de esa invitación, así como de la larga manipulación del sector epistémicamente más frágil de la población estadounidense que hizo posible que Trump llegara al poder (y con la que Twitter, por mucho tiempo, estuvo conforme), cinco personas terminaron perdiendo su vida ese día.

Entonces, si ésos no son los asuntos sobre los cuales deberíamos estar reflexionando, ¿cuáles sí lo son?

Creo que la primera cuestión es: ¿hasta qué punto es justificable la inconsistencia en la aplicación de las políticas de uso de Twitter? Pues una cosa es que el diseño de las políticas de uso de la plataforma sea un privilegio de la compañía, y otra cosa es que la compañía aplique las sanciones de manera desigual a lo largo de su red. Trump violó las reglas de uso de la plataforma repetidas veces antes del día de las elecciones sin llevarse siquiera una palmadita en las manos, mientras que otros usuarios con menos influencia, por iguales o menores ofensas, han recibido un trato mucho más descortés. Según Twitter, esta desigualdad se justifica porque los trinos de @realDonaldTrump (en su calidad de presidente) tenían un “valor noticioso” intrínseco. Quizá haya algo de razón en este argumento, pero no me parece totalmente convincente. No es difícil pensar en situaciones en las cuales el valor noticioso de un tweet puede ser derrotado por otros valores, como por ejemplo el de promover la integridad física de los demás, o el de escudar las decisiones de la voluntad popular. Tampoco parece tomar en serio el hecho de que ese valor noticioso sea parte de lo que le permitió a Trump obtener el capital político que obtuvo de su presencia en Twitter. Dar carta blanca a la instrumentalización de Twitter para subvertir el proceso electoral estadounidense porque esa instrumentalización da de qué hablar (o “tiene valor noticioso”), me parece una situación absurda. Algo sin duda está mal aquí.

Por último, creo que la controversia suscitada por la clausura de @realdonaldtrump visibiliza, como antes decía, una tensión creciente entre el carácter privado de Twitter y el carácter público del recurso que esta plataforma gestiona: la deliberación ciudadana. Esta tensión no surge por diseño; Twitter no fue pensada en 2006 para suplir las necesidades sociales de 2021. Pero hoy día Twitter es menos una herramienta comunicativa y más una herramienta política de gran alcance—cosa que aprendimos, a las malas, con cuatro años de gobierno Trump, y a las buenas, con la condena de Weinstein. No es de sorprender, pues, que a medida en que Twitter fue dando este giro, los usuarios fueran asociado a su presencia en el twitterespacio ciertas prerrogativas de origen, bueno, político. En esta evolución, el papel de Twitter en tanto administrador privado de una porción importante del debate público, así como el alcance y legitimidad de sus decisiones, no han sido los más claros o consistentes. Tampoco han sido, sobra decirlo, los más democráticos.


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