ROUSSEAU A LAS SEIS DE LA TARDE
Por: Lucero Martínez Kasab
Magíster en Filosofía. Psicóloga.
Los viernes cuando se acaba la semana laboral es usual en esta nuestra cultura que la gente salga a divertirse, a quitarse de encima la dureza insoportable del reloj laboral. Organizan fiestas, se van de paseo, están solos en pareja o van a cenar a un restaurante, la actividad recreativa más usual en Colombia; no importa si es en un sencillo puesto de comidas rápidas o en uno de postín, lo vital es compartir, llenarse de seguridad junto a los que queremos.
En uno de esos restaurantes con luces a media luz donde brillan pasamanos dorados, una discreta decoración en rojo y negro y amplias ventanas que muestran la belleza del jardín exterior, una familia con dos hijos adolescentes ríe y conversa alrededor de variados platos de comida muy bien servidos. Llegaron al restaurante un poco antes de caer sol, a eso de las seis de la tarde, porque les gusta contemplar allá a lo lejos los últimos rayos de luz antes de entrar a la penumbra que da paso a la noche; momento taciturno en las ciudades que remueve el sentimiento de desarraigo de la tierra.
Muchos años atrás a las seis de la tarde se rezaban tres Avemarías con toque de campanas para anunciar el cierre de la jornada, que en los campos llega con los trinos de despedida de los pajaritos, el llamado sonoro del ganado a sus becerros, la temperatura fresca y un suave viento que esparce el olor de la cena como preludio del descanso. Es una atmósfera sosegada, de recogimiento, mientras en las ciudades es desesperanzador; los edificios se ven desolados, el comercio baja sus sucias estelas de metal y las sentencias de los grafitis parecen más ciertas.
La familia en el restaurante se resguarda de esa hora sombría logrando disfrutar de las nubes rojizas en el horizonte, sin embargo, a medida que oscurece empiezan a surgir detrás de los árboles del boulevard unas figuras extrañas. La conversación se detiene, todos se quedan descifrando la aparición, ¿qué es lo que se mueve por entre los arbustos? ¿Animales? No podía ser en medio de un sector tan exclusivo. Hasta que uno de los adolescentes con su mirada más aguda dijo: es una familia de basuriegos.
Cargando sobre sus espaldas sacos sucios igual que sus ropas, que sus manos y sus rostros, un hombre, una mujer y tres niños buscaban por entre las basuras algo para comer. Los deshechos iban quedando regados por el césped, lo que no podían llevarse a la boca y servía para ser reciclado lo guardaban en los sacos. En el restaurante uno de los adolescentes les dice a sus padres que no puede cenar viendo allá afuera a los otros pasar hambre y miseria. La madre se aflige, el hermano más pequeño no entiende qué sucede, hay un hondo silencio hasta que el padre reacciona muy comedidamente diciéndole a su hijo que no siga mirando, que los basuriegos pronto se irán, que menos mal encontraron algo de comer y que, muy seguramente, conseguirán unos pesos con el material reciclable. Mas el padre viendo que la congoja de su hijo no cedía encuentra por fin una explicación por el momento contundente: nosotros no tenemos la culpa, la vida es así.
El chico logró calmar la angustia, pero una vez en la intimidad del hogar se pregunta, ¿la vida es así? ¿Es natural la desigualdad entre los seres humanos? Desde la biblioteca de su padre, escondido detrás de muchos libros, Jean Jacques Rousseau, el filósofo ginebrino, le contestaría: los ricos dándose cuenta un día que, así como habían despojado a otros de la tierra y del ganado que naturalmente habían conseguido, podría revertirse la situación en cualquier momento, entonces, inventaron razones para convencer a todos de la necesidad de una ¨unión¨ para preservar a los débiles de la opresión, para detener a los ambiciosos y asegurarle a cada uno todo lo que les pertenecía. Hagamos leyes donde nos sometamos todos ricos y pobres, dijeron. No nos peleemos entre nosotros, creemos un poder supremo que nos gobierne y rechace los enemigos comunes, así tendremos una gran concordia. Y, aquellos negados de entendimiento y de experiencia que nada tenían en sus manos pero que la ambición fantasiosa los proyectaba como poseedores en un futuro, no vieron el peligro que se les venía encima y corrieron a ponerse las cadenas creyendo que aseguraban su libertad. No se dieron cuenta los pobres que la naciente sociedad con sus leyes que destruía para siempre la libertad natural eran trabas para ellos, pero, facilidad para los ricos. Sentenció Rousseau: ¨Fijaron para toda la eternidad la ley de la propiedad y la desigualdad; de una sagaz usurpación hicieron un derecho irrevocable, y por el beneficio de algunos ambiciosos, sometieron desde entonces a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre, a la pobreza y a la miseria¨.
A la humanidad le ha llevado siglos de siglos crear un espíritu crítico que la convenza que la vida no es así; así la hicimos nosotros, y no todos, sino aquellos ambiciosos que se inventaron las leyes para su acomodo tal y como hoy sigue sucediendo desde los organismos de salud, monetarios, de comercio, etc., nacionales e internacionales que siguen legislando en contra de los pobres. De manera que tal vez, algún día, ese joven con el sentimiento natural de repugnancia hacia el sufrimiento del Otro, con la luz de la crítica se nutra de Rousseau y siga colocándose en el lugar de los pobres para, como dijo el filósofo Hermann Cohen, efectúe ¨un diagnóstico de la patología del Estado¨ para que contribuya a eliminar la desigualdad impuesta por la ambición humana y así, las seis de la tarde, la hora del Ángelus, sea de paz y recogimiento para todos de modo que no emerjan niños, madres, padres hambrientos y sucios desde la penumbra que da paso a la noche.
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