En la edad dorada de la sociedad de productores, la ética del trabajo extendía su influencia más allá de las plantas industriales y los muros de los asilos. Sus preceptos conformaban el ideal de una sociedad justa todavía por alcanzar; mientras tanto, servían como horizonte hacia el cual orientarse y como parámetro para evaluar criticamente el estado de situación en cada momento. La condición a que se aspiraba era el pleno empleo: una sociedad integrada únicamente por gente de trabajo.
El «pleno empleo» ocupaba un lugar en cierto modo ambiguo, ya que era al mismo tiempo un derecho y una obligación.
Según desde qué lado del «contrato de trabajo» se invocara ese principio, una u otra modalidad saltaba a primer plano; pero, como sucede con todas las normas, ambos aspectos debían estar siempre presentes para garantizar la validez general del principio. El pleno empleo como característica indispensable de una «sociedad normal» implicaba tanto un deber aceptado universal y voluntariamente, como un deseo compartido por toda la comunidad y elevado al rango de derecho universal.
Definir una norma es definir, también, cuanto queda fuera de ella. La ética del trabajo encerraba, por ejemplo, el fenómeno del desempleo: no trabajar era «anormal». Y, como podía esperarse, la insistente presencia de los pobres se explicaba, alternativamente, por la falta de trabajo o por la falta de disposición para el trabajo. Algunas ideas como las de Charles Booth o Seebohm Rowntree (la afirmación de que es posible seguir siendo pobre aunque se cumpla jornada completa, y que por lo tanto la pobreza no puede ser explicada por el desconocimiento de la ética del trabajo) conmocionaron la opinión ilustrada británica. La sola noción de «pobres que trabajan» aparecía como una evidente contradicción en sí misma; y no podía ser de otro modo mientras la ética del trabajo mantuviera su lugar en la opinión generalizada, como cura y solución para todos los males sociales.
Pero a medida que el trabajo dejaba de ser punto de encuentro entre las motivaciones individuales por un lado y la integración de la sociedad y su reproducción por el otro, la ética del trabajo —como dijimos— perdió su función de primer principio regulador. Por entonces ya se había retirado, o había sido apartada por la fuerza, de numerosos campos de la vida social e individual, que antes regía directa o indirectamente. El sector de la sociedad que no trabajaba era quizá su último refugio o, mejor, su última oportunidad de sobrevivir. Cargar la miseria de los pobres a su falta de disposición para el trabajo y, de ese modo, acusarlos de degradación moral, y presentar la pobreza como un castigo por los pecados cometidos, fueron los últimos servicios que la ética del trabajo prestó a la nueva sociedad de consumidores.
Durante mucho tiempo, la pobreza fue una amenaza para la supervivencia: el riesgo de morirse de hambre, la falta de atención médica o la carencia de techo y abrigo fueron fantasmas muy reales a lo largo de gran parte de la historia. Todavía, en muchas partes del planeta, esos peligros siguen a la orden del día. Y aunque la condición de ser pobre se encuentre por encima del umbral de supervivencia, la pobreza implicará siempre mala nutrición, escasa protección contra los rigores del clima y falta de una vivienda adecuada; todas, características que definen lo que una sociedad entiende como estándares mínimos de vida.
La pobreza no se reduce, sin embargo, a la falta de comodidades y al sufrimiento físico. Es también una condición social y psicológica: puesto que el grado de decoro se mide por los estándares establecidos por la sociedad, la imposibilidad de alcanzarlos es en sí misma causa de zozobra, angustia y mortificación. Ser pobre significa estar excluido de lo que se considera una «vida normal»; es «no estar a la altura de los demás». Esto genera sentimientos de vergüenza o de culpa, que producen una reducción de la autoestima. La pobreza implica, también, tener cerradas las oportunidades para una «vida feliz»; no poder aceptar los «ofrecimientos de la vida». La consecuencia es resentimiento y malestar, sentimientos que —al desbordarse— se manifiestan en forma de actos agresivos o autodestructivos, o de ambas cosas a la vez.
En una sociedad de consumo, la «vida normal» es la de los consumidores, siempre preocupados por elegir entre la gran variedad de oportunidades, sensaciones placenteras y ricas experiencias que el mundo les ofrece. Una «vida feliz» es aquella en la que todas las oportunidades se aprovechan, dejando pasar muy pocas o ninguna; se aprovechan las oportunidades de las que más se habla y, por lo tanto, las más codiciadas; y no se las aprovecha después de los demás sino, en lo posible, antes. Como en cualquier comunidad, los pobres de la sociedad de consumo no tienen acceso a una vida normal; menos aún, a una existencia feliz. En nuestra sociedad, esa limitación los pone en la condición de consumidores manqués: consumidores defectuosos o frustrados, expulsados del mercado. A los pobres de la sociedad de consumo se los define ante todo (y así se autodefinen) como consumidores imperfectos, deficientes; en otra palabras, incapaces de adaptarse a nuestro mundo.
En la sociedad de consumidores, esa incapacidad es causa determinante de degradación social y «exilio interno». Esta falta de idoneidad, esta imposibilidad de cumplir con los deberes del consumidor, se convierten en resentimiento: quien la sufre está excluido del banquete social que comparten los demás. El único remedio posible, la única salida a esa humillación es superar tan vergonzosa ineptitud como consumidor.
Como revelaron Peter Kelvin y Joanna E. Jarett en su estudio sobre los efectos psicosociales del desempleo en la sociedad de consumo, hay algo particularmente doloroso para quienes perdieron el trabajo : la aparición de un «tiempo libre que no parece tener fin», unida a la «imposibilidad de aprovecharlo». «Gran parte de la existencia diaria carece de estructura» —sostienen los autores—, pero los desocupados no pueden dársela en forma que resulte razonable, satisfactoria o valiosa:
“Una de las quejas más comunes de los desocupados es que se sienten encerrados en su casa… El hombre sin trabajo no sólo se ve frustrado y aburrido, [sino que] el hecho de verse así (sensación que, por cierto, coincide con la realidad) lo pone irritable. Esa irritabilidad es una característica cotidiana en la vida de un marido sin trabajo”
Stephen Hutchens obtuvo las siguientes respuestas de sus entrevistados (hombres y mujeres jóvenes sin trabajo) con respecto al tipo de vida que llevaban: «Me aburría, me deprimía con facilidad; estaba la mayor parte del tiempo en casa, mirando el diario». «No tengo dinero, o no me alcanza. Me aburro muchísimo». «Paso mucho tiempo en la cama; salvo cuando voy a ver amigos o vamos al pub si tenemos dinero…, y no hay mucho más que decir». Hutchens resume sus conclusiones: “La palabra más usada para describir la experiencia de estar sin trabajo es “aburrido”… El aburrimiento y los problemas con el tiempo; es decir, no tener “nada que hacer”.
En la vida del consumidor no hay lugar para el aburrimiento; la cultura del consumo se propuso erradicarlo. Una vida feliz, según la definición de esta cultura, es una vida asegurada contra el hastío, una vida en la que siempre «pasa algo»: algo nuevo, excitante; y excitante sobre todo por ser nuevo. El mercado de consumo, fiel compañero de la cultura del consumo y su indispensable complemento, ofrece un seguro contra el hastío, el esplín, el ennui, la sobresaturación, la melancolía, la flojedad, el hartazgo o la indiferencia: todos males que, en otro tiempo, acosaban a las vidas repletas de abundancia y de confort. El mercado de consumo garantiza que nadie, en momento alguno, llegue a sentirse desconsolado porque, «al haberlo probado todo», agotó la fuente de placeres que la vida le puede ofrecer.
Como señaló Freud antes del comienzo de la era del consumo, la felicidad no existe como estado; sólo somos felices por momentos, al satisfacer una necesidad acuciante. Inmediatamente surge el aburrimiento. El objeto del deseo pierde su atractivo ni bien desaparece la causa que nos llevó a desearlo. Pero el mercado de consumo resultó ser más ingenioso de lo que Freud había pensado. Como por arte de magia, creó el estado de felicidad que —según Freud— resultaba inalcanzable. Y lo hizo encargándose de que los deseos surgieran más rápidamente que el tiempo que llevaba saciarlos, y que los objetos del deseo fueran reemplazados con más velocidad de la que se tarda en acostumbrarse y aburrirse de ellos. No estar aburrido —no estarlo jamás— es la norma en la vida de los consumidores. Y se trata de una norma realista, un objetivo alcanzable. Quienes no lo logran sólo pueden culparse a sí mismos: serán blanco fácil para el desprecio y la condena de los demás.
Para paliar el aburrimiento hace falta dinero; mucho dinero, si se quiere alejar el fantasma del aburrimiento de una vez para siempre y alcanzar el «estado de felicidad». Desear es gratis; pero, para desear de forma realista y, de este modo, sentir el deseo como un estado placentero, hay que tener recursos. El seguro de salud no da remedios contra el aburrimiento. El dinero es el billete de ingreso para acceder a los lugares donde esos remedios se entregan (los grandes centros comerciales, parques de diversiones o gimnasios); lugares donde el solo hecho de estar presente es la poción más efectiva o profiláctica para prevenir la enfermedad; lugares destinados ante todo a mantener vivos los deseos, insaciados e insaciables y, a pesar de ello, profundamente placenteros gracias a la satisfacción anticipada.
El aburrimiento es, así, el corolario psicológico de otros factores estratificadores, que son específicos de la sociedad de consumo: la libertad y la amplitud de elección, la libertad de movimientos, la capacidad de borrar el espacio y disponer del propio tiempo. Probablemente, por conformar el lado psicológico de la estratificación, el aburrimiento sea sentido con más dolor y rechazado con más ira por quienes alcanzaron menor puntaje en la carrera del consumo. Es probable, también, que el desesperado deseo de escapar al aburrimiento —o, al menos, de mitigarlo— sea el principal acicate para su acción.
Sin embargo, las probabilidades de lograr su objetivo son ínfimas. Quienes están hundidos en la pobreza no tienen acceso a los remedios comunes contra el aburrimiento; cualquier alternativa inusual, irregular o innovadora, por otra parte, será sin duda clasificada como ilegítima y atraerá sobre quienes la adopten la fuerza punitiva del orden y la ley. Paradójicamente —o, pensándolo bien, quizá no tan paradójicamente—, es posible que, para los pobres, tentar al destino desafiando el orden y la ley se transforme en el sustituto preferido de las razonables aventuras contra el aburrimiento en que se embarcan los consumidores acaudalados, donde el volumen de riesgos deseados y permitidos está cuidadosamente equilibrado.
Si, en el sufrimiento de los pobres, el rasgo constitutivo es el de ser un consumidor defectuoso, quienes viven en un barrio deprimido no pueden hacer mucho colectivamente para encontrar formas novedosas de estructurar su tiempo, en especial de un modo que pueda ser reconocido como significativo y gratificante. Es posible combatir (y, en rigor, se lo hizo en forma notable durante la Gran Depresión de la década de 1930) la acusación de pereza, que siempre ronda los hogares de los desocupados, con una dedicación exagerada, ostentosa —y en última instancia, ritualista— a las tareas domésticas: fregar pisos y ventanas, lavar paredes, cortinas, faldas y pantalones de los niños, cuidar el jardín del fondo. Pero nada puede hacerse contra el estigma y la vergüenza de ser un consumidor inepto; ni siquiera dentro del gueto compartido con sus iguales. De nada sirve estar a la altura de los que lo rodean a uno; el estándar es otro, y se eleva continuamente, lejos del barrio, a través de los diarios y la lujosa publicidad televisiva, que durante las veinticuatro horas del día promocionan las bendiciones del consumo. Ninguno de los sustitutos que pueda inventar el ingenio del barrio derrotará a esa competencia, dará satisfacción y calmará el dolor de la inferioridad evidente. La capacidad de cada uno como consumidor está evaluada a la distancia, y no se puede apelar en los tribunales de la opinión local.
Como recuerda Jeremy Seabrook , el secreto de nuestra sociedad reside en «el desarrollo de un sentido subjetivo de insuficiencia creado en forma artificial», ya que «nada puede ser más amenazante» para los principios fundacionales de la sociedad que «la gente se declare satisfecha con lo que tiene». Las posesiones de cada uno quedan denigradas, minimizadas y empequeñecidas al exhibirse en forma ostentosa y agresiva el desmedido consumo de los ricos: «Los ricos se transforman en objetos de adoración universal».
Recordemos que los ricos, los individuos que antes se ponían como modelo de héroes personales para la adoración universal, eran self-made men [hombres que habían triunfado por su propio esfuerzo], cuya vida era ejemplo vivo del resultado de adherirse a la ética del trabajo. Ahora ya no es así. Ahora, el objeto de adoración es la riqueza misma, la riqueza como garantía de un estilo de vida lo más extravagante y desmesurado posible. Lo que importa ahora es lo que uno pueda hacer, no lo que deba hacerse ni lo que se haya hecho. En los ricos se adora su extraordinaria capacidad de elegir el contenido de su vida (el lugar donde viven, la pareja con quien conviven) y de cambiarlo a voluntad y sin esfuerzo alguno. Nunca alcanzan puntos sin retorno, sus reencarnaciones no parecen tener fin, su futuro es siempre más estimulante que su pasado y mucho más rico en contenido. Por último —aunque no por ello menos importante—, lo único que parece importarles a los ricos es la amplitud de perspectivas que su fortuna les ofrece. Esa gente sí está guiada por la estética del consumo; es su dominio de esa estética —no su obediencia a la ética del trabajo o su éxito financiero, sino su refinado conocimiento de la vida— lo que constituye la base de su grandeza y les da derecho a la universal admiración.
«Los pobres no habitan una cultura aparte de la de los ricos —señala Seabrook—; deben vivir en el mismo mundo, ideado para beneficio de los que tienen dinero. Y su pobreza se agrava con el crecimiento económico de la sociedad y se intensifica también con la recesión y el estancamiento».
En primer lugar, señalemos que el concepto de «crecimiento económico», en cualquiera de sus acepciones actuales, va siempre unido al reemplazo de puestos de trabajo estables por «mano de obra flexible», a la sustitución de la seguridad laboral por «contratos renovables», empleos temporales y contrataciones incidentales de mano de obra; y a reducciones de personal, reestructuraciones y «racionalización»: todo ello se reduce a la disminución de los empleos. Nada pone de manifiesto esta relación de forma más espectacular que el hecho de que la Gran Bretaña posterior a Thatcher —aclamada como el «éxito económico» más asombroso del mundo occidental, dirigida por la más ferviente precursora y defensora de aquellos «factores de crecimiento»— sea también el país que ostente la pobreza más abyecta entre las naciones ricas del globo. El último Informe sobre Desarrollo Humano, editado por el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas, revela que los pobres británicos son más pobres que los de cualquier otro país occidental u occidentalizado. En Gran Bretaña, alrededor de una cuarta parte de los ancianos viven en la pobreza, lo que equivale a cinco veces más que en Italia, «acosada por problemas económicos», y tres veces más que en la «atrasada» Irlanda. Un quinto de los niños británicos sufren la pobreza: el doble que en Taiwán o en Italia, y seis veces más que en Finlandia. En total, «la proporción de gente que padece “pobreza de ingresos” creció aproximadamente un 60% bajo el gobierno [de la Sra. Thatcher ».
En segundo lugar, a medida que los pobres se hacen más pobres, los ricos — dechados de virtudes para la sociedad de consumo— se vuelven más ricos todavía. Mientras la quinta parte más pobre de Gran Bretaña —el país del «milagro económico» más reciente— puede comprar menos que sus pares en cualquier otro país occidental de importancia, la quinta parte más rica se cuenta entre la gente más acaudalada de Europa y disfruta de un poder de compra similar al de la legendaria élite japonesa. Cuanto más pobres son los pobres, más altos y caprichosos son los modelos puestos ante sus ojos: hay que adorarlos, envidiarlos, aspirar a imitarlos. Y el «sentimiento subjetivo de insuficiencia», con todo el dolor del estigma y la humillación que acarrea, se agrava ante una doble presión: la caída del estándar de vida y el aumento de la carencia relativa, ambos reforzados por el crecimiento económico en su forma actual: desprovisto de regulación alguna, entregado al más salvaje laissez-faire.
El cielo, último límite para los sueños del consumidor, está cada vez más lejos; y las magníficas máquinas voladoras, en otro tiempo diseñadas y financiadas por los gobiernos para subir al hombre hasta el cielo, se quedaron sin combustible y fueron arrojadas a los desarmaderos de las políticas «discontinuadas». O son finalmente recicladas, para hacer con ellas patrulleros policiales.
Tomado del portal BLOGHEMIA